La cometa y el dragón
Estoy
furiosa. No me creo yo. Pero es mi voz la que martillea mis sienes gritando
desde dentro: ¡No, no, no! ¡No entres en mi espacio, no toques mis cosas, no me
invadas el tiempo, no me atosigues!
Flotaba entre nubes, columpiándome en las cabriolas de vals de la cola de mi cometa de colores, en la paz total de una mañana de luz, cálida, perdidamente balanceada en una brisa lunar, amable, blanda, dulcísima.
De repente, un dragón, que tiene la cara de esa persona con la que un día me casé —y quise hacerlo, porque estaba enamorada y porque era tan joven que creía en la secuencia del acompañamiento vital “hasta que la muerte nos separe”— ese dragón temible, mi medio ser, mi carcelero, con dos cabezas y doce garras (y ¡ah!, cuánto me duele ver así a la persona que tanto amé), se curva sobre mi cara y, sacando de sus bocas las lenguas viperinas y dobles, en cuyo extremo lucen garfios afilados que succionarán mi sangre, me pica en las comisuras de los labios.
Aterrada, estremecida, dolorida, paralítica mental y muda, desenrollo mi pensamiento desde la realidad del beso-araña (el beso alacrán, el beso víbora), me centro en la necesidad de escapar, pero me rindo al terror, a lo impasible, al sopor de mis manos atadas a la espalda, al veneno, a la no-furia. Siento que me dejo ir, mientras el dragón chupará mi sangre: un vampiro irremediablemente vaciando mis venas.
Pero, no. Me crezco.
Una voz purísima, inasible, resuena desde el tubo de mi médula: ¡No te dejes matar!, me grito a mí misma.
De pronto, salvaje, alunecida, rompiendo las cuerdas que me atan, con garras que también escondo en mi estructura, me defiendo. Soy yo, desde mi fondo, rasgando piel, sajando vientre, desollando sin pensar el cuerpo del dragón. En un instante, hundo la espada de mis uñas en su costado blando. No hace falta más.
Sólo una punta de alfiler, un pinchazo sólo.
El miedo se desvanece.
El dragón pierde fuerza y se desinfla ante mis ojos.
Un loco vaivén de gestos lo abate sobre mí y bajo mi cuerpo.
Peleando con sus pieles de plástico que vomitan aire, sin perder altura, sobrenado, sobrevuelo y al fin respiro aliviada, flotando en mi colchón de nubes.
La voz, lívida en mi garganta, ataca creciendo por detrás ¡No pasarás!, le grito. No tocarás mis cosas. Respetarás mi vientre. No te pertenezco. Soy mi secreto.
El dragón se hunde en su vértigo, venteando, cayendo con su grito desde una altura imposible.
Yo estiro mis varillas y mi espalda, y salgo volando a la distancia de los astros. Mi leve cola de colores juega, enredándose en la risa.
Flotaba entre nubes, columpiándome en las cabriolas de vals de la cola de mi cometa de colores, en la paz total de una mañana de luz, cálida, perdidamente balanceada en una brisa lunar, amable, blanda, dulcísima.
De repente, un dragón, que tiene la cara de esa persona con la que un día me casé —y quise hacerlo, porque estaba enamorada y porque era tan joven que creía en la secuencia del acompañamiento vital “hasta que la muerte nos separe”— ese dragón temible, mi medio ser, mi carcelero, con dos cabezas y doce garras (y ¡ah!, cuánto me duele ver así a la persona que tanto amé), se curva sobre mi cara y, sacando de sus bocas las lenguas viperinas y dobles, en cuyo extremo lucen garfios afilados que succionarán mi sangre, me pica en las comisuras de los labios.
Aterrada, estremecida, dolorida, paralítica mental y muda, desenrollo mi pensamiento desde la realidad del beso-araña (el beso alacrán, el beso víbora), me centro en la necesidad de escapar, pero me rindo al terror, a lo impasible, al sopor de mis manos atadas a la espalda, al veneno, a la no-furia. Siento que me dejo ir, mientras el dragón chupará mi sangre: un vampiro irremediablemente vaciando mis venas.
Pero, no. Me crezco.
Una voz purísima, inasible, resuena desde el tubo de mi médula: ¡No te dejes matar!, me grito a mí misma.
De pronto, salvaje, alunecida, rompiendo las cuerdas que me atan, con garras que también escondo en mi estructura, me defiendo. Soy yo, desde mi fondo, rasgando piel, sajando vientre, desollando sin pensar el cuerpo del dragón. En un instante, hundo la espada de mis uñas en su costado blando. No hace falta más.
Sólo una punta de alfiler, un pinchazo sólo.
El miedo se desvanece.
El dragón pierde fuerza y se desinfla ante mis ojos.
Un loco vaivén de gestos lo abate sobre mí y bajo mi cuerpo.
Peleando con sus pieles de plástico que vomitan aire, sin perder altura, sobrenado, sobrevuelo y al fin respiro aliviada, flotando en mi colchón de nubes.
La voz, lívida en mi garganta, ataca creciendo por detrás ¡No pasarás!, le grito. No tocarás mis cosas. Respetarás mi vientre. No te pertenezco. Soy mi secreto.
El dragón se hunde en su vértigo, venteando, cayendo con su grito desde una altura imposible.
Yo estiro mis varillas y mi espalda, y salgo volando a la distancia de los astros. Mi leve cola de colores juega, enredándose en la risa.