Flores en el patio
Miranda piensa que soy un nadie. Así salgo, dejando el alma. Dejando la casa desparramada; las sábanas que compramos juntos, la mesa puesta, el armario vomitado de trajes. Porque las habitaciones, su frasco de perfume en la repisa del baño, el cepillo de dientes, las tazas, el patio: todo sabe a ella y es ella y no soy yo en ningún lugar, y hasta los rincones tienen un tufo agrio, como su axila, que quisiera poder besar, pero la odio.
Dios, cuánto y cómo quisiera deshacer la vida con Jairo y volver a empezar, no habernos dicho nunca palabras de amor, promesas que eran mentira, cómo quisiera borrar su ser, su nombre, borrarlo a él, su ser entero, hasta que no existiera, porque me salen hiel y ortigas por los poros de tanto amarle, pero aquí voy, dando vueltas a su órbita, satélite de él, perdida en la nebulosa de mi ausencia, vaciada en mi blusa vacía, donde no existo.
Así me lanzo, en furia, con la rabia de ser yo y no yo para Miranda, con ese horror, por pasillos, corredores oscuros, desmembrándome en las calles, el bus, la oficina, el metro, porque así la pienso y la odio y la amo, hasta romperme.
Así me deshago en llanto que no brota y deambulo con el alma en hilos, devanada, desbaratada entre las cosas que abandono así, para que cuando él regrese, se pregunte qué ha pasado y no encuentre respuesta: la puerta abierta, las cortinas volando, la ventana de par en par, las macetas, y, abajo, en el patio, las losas, empapadas con el hielo derretido de lo que él un día amara.
Así la encontré, extendida por el patio, despeinada, flotando como un fantasma entre las flores. Así supe, tarde, ay, todas las cosas que debí saber antes de empezar a amarla.
Calvario
Mi hermano Pablo se moría un poco en cada caída. Cuando se rompió un brazo, un campesino lo trajo a casa. Mi madre lo esperaba lívida, muerta también. Otras veces, Pablo se había clavado el manillar de la bici, trabado un pie en una rueda, incrustado un pedal en las costillas. Aquel día, con el pulmón del niño a flor, mi madre, que no había ensayado vidas de gato, se agarró al borde de la mesa y cayó como una hoja, con la cara encima del plato. Ahí, quedamos nosotros, con mi hermano muriéndose de accidentes a cada poco. Y hace ya sesenta años.
Miranda piensa que soy un nadie. Así salgo, dejando el alma. Dejando la casa desparramada; las sábanas que compramos juntos, la mesa puesta, el armario vomitado de trajes. Porque las habitaciones, su frasco de perfume en la repisa del baño, el cepillo de dientes, las tazas, el patio: todo sabe a ella y es ella y no soy yo en ningún lugar, y hasta los rincones tienen un tufo agrio, como su axila, que quisiera poder besar, pero la odio.
Dios, cuánto y cómo quisiera deshacer la vida con Jairo y volver a empezar, no habernos dicho nunca palabras de amor, promesas que eran mentira, cómo quisiera borrar su ser, su nombre, borrarlo a él, su ser entero, hasta que no existiera, porque me salen hiel y ortigas por los poros de tanto amarle, pero aquí voy, dando vueltas a su órbita, satélite de él, perdida en la nebulosa de mi ausencia, vaciada en mi blusa vacía, donde no existo.
Así me lanzo, en furia, con la rabia de ser yo y no yo para Miranda, con ese horror, por pasillos, corredores oscuros, desmembrándome en las calles, el bus, la oficina, el metro, porque así la pienso y la odio y la amo, hasta romperme.
Así me deshago en llanto que no brota y deambulo con el alma en hilos, devanada, desbaratada entre las cosas que abandono así, para que cuando él regrese, se pregunte qué ha pasado y no encuentre respuesta: la puerta abierta, las cortinas volando, la ventana de par en par, las macetas, y, abajo, en el patio, las losas, empapadas con el hielo derretido de lo que él un día amara.
Así la encontré, extendida por el patio, despeinada, flotando como un fantasma entre las flores. Así supe, tarde, ay, todas las cosas que debí saber antes de empezar a amarla.
Calvario
Mi hermano Pablo se moría un poco en cada caída. Cuando se rompió un brazo, un campesino lo trajo a casa. Mi madre lo esperaba lívida, muerta también. Otras veces, Pablo se había clavado el manillar de la bici, trabado un pie en una rueda, incrustado un pedal en las costillas. Aquel día, con el pulmón del niño a flor, mi madre, que no había ensayado vidas de gato, se agarró al borde de la mesa y cayó como una hoja, con la cara encima del plato. Ahí, quedamos nosotros, con mi hermano muriéndose de accidentes a cada poco. Y hace ya sesenta años.