El canario desnudo
Capítulo I
Graciela Valdés
El 20 de febrero era domingo. A media mañana, Graciela Valdés, acompañante de enfermos graves y terminales en el Hospital Doce de Octubre, hizo una pausa para encontrarse conmigo en el vestíbulo, junto a la puerta principal. A primera hora, Luz de Silia, la enfermera jefe de la Unidad de Vigilancia Intensiva, la había llamado para que atendiera de urgencia a un enfermo recién ingresado con necesidades especiales. Graciela hace estimulación sensorial, es decir, habla a los muertos para que resuciten. Es mi supervisora de voluntariado. Yo también quiero ser acompañante de enfermos.
Mientras me explicaba su experiencia, Graciela me miraba a la cara. Quería a toda costa que yo captara su aire profesional y todo el proceso de atención al enfermo. Para eso es mi tutora.
Habló aprisa y sin parar. Yo la escuché en silencio, cruzada de brazos, apoyada en un lateral de la puerta.
-Rápidamente, te cuento lo de esta mañana, Julia, que tengo que volver a la planta: Luz de Silia, la enfermera jefe, ya sabes, me llama a las seis y, en cuanto llego, me acompaña a la sala. Voy enfundada en una bata, mascarilla, cofia, manguitos y alpargatas de protección estériles. Veo un hombre metido dentro de una carcasa de cristal, lleno de tubos que le entran por la boca, la nariz y los brazos. Yace de espaldas, cara al techo de la unidad de vigilancia intensiva donde lo han situado. Salen de su pecho, piernas y cabeza unos cables que lo conectan a varios monitores. Escucho el bip-bip entrecortado y exacto que me parece una música de vida, la única que le queda.
»El hombre está desnudo, tumbado sobre una camilla blanca, tapado con una exigua sábana verde. Sus brazos se encuentran estirados a lo largo del tronco, fuera del embozo. Es turbador ver su cuerpo masculino, pecho, vientre, piernas, sexo, todo marcado debajo de la tela.
»Está en coma, pero los médicos dicen que el encefalograma muestra actividad cerebral. Luz me pide que le hable. Me explica que, aunque parece que no oye, es posible que mis palabras o mi voz le ayuden a regresar al mundo de los vivos.
»Es un hombre mayor, pero fuerte. Tiene el pecho cubierto de vello gris, la cara afilada. Usa barba, pero lo han afeitado malamente para ponerle los tubos. En la ficha al pie de su camilla el nombre está en blanco, sólo figura la fecha de su nacimiento. Me llama la atención el año: 1936. Me impresiona porque sé bien que ése es el año en que empezó la guerra civil de ustedes, Julita. Siempre me da escalofríos pensar en esa guerra que todavía en el año 2005 rompe los corazones de los españoles.
La voz de Graciela se quiebra ligeramente al mencionar ese dolor de guerra, aún enquistado en tanta gente que conocemos, pero no se da cancha a sí misma para sentimentalismos y continúa hablando imperturbable, mientras yo bebo sus palabras, pues trato de aprender rápidamente este oficio humanitario de voluntariado, en el que ella es veterana:
-Pregunto a la enfermera cómo saben el año si el hombre está inconsciente. Responde que, cuando los camilleros lo recogieron estaba despierto y hablaba. De todo lo que dijo, 1936 fue lo único que entendieron: dedujeron que era el año de su nacimiento. Pregunto a Luz cómo ocurrió, qué cosa lo trajo aquí. Me informa que fue un accidente de moto, que lo encontraron al fondo de un barranco junto a otro hombre. El otro era joven y estaba en coma. Los de tráfico opinan que los dos motoristas iban jugando, a gran velocidad. Pero yo lo encuentro raro, siendo éste un hombre mayor. Pregunto también qué le pasa exactamente, cuál es el diagnóstico. Luz mira el expediente y recita: “Traumatismo craneoencefálico sin rotura craneal, contusión múltiple, hemorragia interna indeterminada, tres costillas, no, cuatro, fracturadas, fisura en el esternón, peroné izquierdo astillado con fractura abierta, amputación parcial del mismo pie. Ha perdido tres dedos”.
»-Pobre… -me sale inevitablemente.
»-En fin -me informa la enfermera-, este hombre tuyo vive aún. Hay que hacer lo posible por salvarlo.
»-Claro. Para eso estamos aquí, Luz -le respondo.
»Luz de Silia no puede parar de hablar. Sabe más detalles y tiene que soltarlos toditos para que no la obsesionen mientras trabaja. Me explica:
»-Las dos motos estaban reventadas y quemadas. Ardieron por completo. No quedó más que un amasijo de hierros en el fondo de un hoyo. Parece que chocaron en el aire; los cuerpos salieron por un lado, las máquinas por otro. De la identidad de los hombres no se sabe nada porque o no llevaban documentos o arderían en las motos. A ver qué puede contar este hombre cuando despierte. La guardia civil está esperando para hacerle unas preguntas.
»Al fin Luz calla y me mira, mientras yo asiento. Ella se va a sus cosas un poco acelerada. Siempre tiene prisa. Es una jefa, jefa, Julita, con conciencia. Conozco a esta enfermera desde hace años. Conozco a todas, a fuerza de verlas trasegando con tubos, palanganas, jeringuillas, trapos. Qué vida, la de un hospital. Se le parte a una el alma. ¿Usted está segura de que quiere ser acompañante de enfermos?
Graciela hace una pausa, pero continúa, sin dar apenas espacio a mi silencio. Ya dijo al principio que tiene prisa: también ella es una trabajadora consciente.
-En un rincón de la sala hay una silla envuelta, como yo ahora en trapos estériles -se mira el cuerpo embutido en una bata verde, y ríe- pero me instalo de pie junto a la cabecera. Pienso que mientras estoy aquí, tal vez venga algún familiar a visitarlo. A veces ocurre. Cada media hora aproximadamente, Luz de Silia entra en la sala y me pregunta si hay novedad, mira los monitores, toca los tubos, ajusta los goteros. Quiero saber más:
»-¿No se han encontrado aún a la familia?
»-Por el momento no -responde-. Mientras no despierte… No sabemos ni su nombre…
»-¿Por qué lo han traído al Doce de Octubre?
»-Porque el accidente tuvo lugar cerca de la M-30 sur.
»-¿Y el otro hombre?
»-Sigue en coma profundo.
»-¿A ése le habla alguien?
»-No hay muchas esperanzas, Graciela.
»Lo dice con tristeza y profesionalidad que me parecen incompatibles. Sale sin mirarme.
»Inicio una cantinela para distraer al hombre. es importante hablar de cosas interesantes, Julia. O, bueno, a lo mejor elijo los temas más bien para distraerme a mí. Es igual. Trato de que pasen las horas inadvertidas, que podamos cobrar fuerza a través de las palabras, al menos, que no la pierda yo. Necesito esa fuerza.
»Por eso, le hablo. Me dirijo al cuerpo inerte de ese hombre y le digo:
»Todos los hombres que conozco -lo pronuncio despacio, fijando la mirada a la altura de su entrepierna- son infieles a sus esposas. A usted no lo conozco, pero no será la excepción. En mi pais a los hombres infieles los persigue la Ziguanaba, un espectro de mujer que los enamora, los hechiza, como ustedes hacen con las mujeres que consideran suyas. Pero ella lleva lueguito a sus enamorados junto al vacío del baranco, donde dicen vive esa fantasma. A veces los espera abajo. A unos los deja caer, a otros los salva. Mi viejo, pues, ahorita le voy a contar la historia de Anihuat.
Y Graciela cuenta al hombre en coma la siguiente historia que, ahora, en la luz excesiva del vestíbulo, impropia para hablar de fantasmas, me cuenta a mí:
Anihuat tenía de novia a una muchacha con la que jugaba a hacerse el hombrecito. Creía que él podía escapar de las fuerzas de la Ziguanaba y por eso un día, tras seducir a la chica y dejarla en casa, crecido de poder y de arrogancia, se presentó en el barranco donde decían que la Ziguanaba habitaba y la conjuró.
Al día siguiente del conjuro, se fue a la pista de baile de Queztaltepeque, que lleva el nombre del quetzal, cuyo plumaje de colores protege a los habitantes de esa ciudad y, sintiéndose seguro de la protección del ave, bailó con su novia hasta la madrugada.
-¿Nunca me serás infiel, Anihuat? -le preguntaba ella. La muchacha ya temblaba de miedo, pues todas las mujeres sabemos que los hombres son siempre infieles.
-Nunca jamás -respondió Anihuat mientras daba saltos y hacía cabriolas en la pista. Lo animaba la fuerza del conjuro que había hecho a la Ziguanaba. Y añadió para tranquilizar a su novia, que temblaba entre sus brazos-: A vos y a mí nos protegen las plumas del quetzal.
Cuando terminó el baile, Anihuat acompañó a su novia a casa y, sin forzarla, tan sólo la besó y se fue para la cantina. Allá compró una botella de espíritu de caña. Vació rápidamente la botella entera y eso le dio coraje para acercarse a chotiar con las maitras que andan solitas al amparo de la noche.
Andaba chotiando con ésta y con aquélla, cuando se encontró con una peperecha que lo deshuevó. Acababa de dejar a su novia con promesas de amor eterno y ya mismito le había sido infiel.
Llorando de arrepentimiento y acordándose del conjuro que le había hecho tan sólo ayer a la Ziguanaba, se fue para el barranco, seguro de que iría de vuelta sano y salvo con su noviecita del corazón.
Pero, en el camino, se encontró con una vieja que parecía su mamá sin serlo y le dijo:
-Acércate conmigo al barranco donde el ave quetzal no llega a proteger a nadie con sus plumas. Veremos si eres tan valiente como crees.
Temblando de miedo, Anihuat caminó hacia el barranco de la Ziguanaba y se plantó al borde con las piernas abiertas y los brazos cruzados en el pecho.
-Grita su nombre -ordenó la vieja.
Anihuat intentó gritar, tomando aire y apretando los pies al suelo para cobrar fuerza. Pero le salió un quejidito de voz que nadie podía entender como el nombre de la Ziguanaba y menos aún como un grito.
-¡Grita su nombre! -chilló de nuevo la vieja.
En éstas se oyó un refregar de plumas y el ave quetzal voló por encima de sus cabezas.
Con un alarido de susto, la vieja se lanzó al fondo del barranco y Anihuat pudo volver para la casa más fuerte que cuando salió.
Esa experiencia le volvió todavía más soberbio. Y, por eso, al día siguiente, envuelto en su poncho de colores, volvió a buscar a su novia y de nuevo bailó con ella.
Igual que el día de antes, ella le preguntó temerosa:
-¿Nunca me serás infiel, Anihuat?
-Nunca, mi amor -respondió él mientras la besaba.
Volvió a dejarla solita en su casa y él se fue de nuevo para la cantina, bebió espíritu de caña y chotió con ésta y con aquélla en la oscuridad de las calles hasta que apareció la vieja.
-Sígame pues al barranco de la Ziguanaba, donde las plumas del quetzal no protegen a los hombres infieles como vos -le ordenó.
-Anihuat, crecido de fuerza por su victoria del día anterior, esta vez la siguió sin miedo. Llegaron al barranco. La vieja no esperó a que volase por encima de sus cabezas ningún ave quetzal, sino que se tiró al vacío de una vez gritando su propio nombre.
-Ahihuat se había vuelto osado frente al fantasma de la Ziguanaba y se asomó a ver cómo caía. Entonces la nombró.
Una fuerza que ni el coraje ni la soberbia de Anihuat pudieron conjurar lo tomó por la cintura, lo levantó por el aire y lo arrastró.
Anihuat no tuvo miedo. Se dejó arrastrar y acunar por las manos de la fantasma que le susurraba palabras de amor en el oído. Anihuat temblaba de deseo y se dejó ir con ella hasta el fondo del barranco.
Al día siguiente, su novia lo esperó en vano para el baile.
A los tres días, ella estuvo segura de que Anihuat le había sido infiel.
Al final de esa semana, la muchacha y sus amigas descendieron al fondo del barranco de la Ziguanaba y allí distinguieron los colores del poncho de Anihuat entre los huesos limpios, comidos por las aves.
-Tu novio te fue infiel como todos –se burlaban las amigas de la muchacha.
Y ella lloraba tanto que la Ziguanaba tomó ese llanto como parte de su hechizo para perder a los hombres infieles como usted, para siempre, en el fondo del barranco.
Cuando Graciela termina su leyenda, Luz de Silia regresa a tocar los tubos y ajustar los goteros del hombre. Mira los monitores, retira el lienzo que lo cubre y el sexo viejo y fláccido queda al descubierto.
-Me pregunto cómo nadie puede ser infiel con esas pobres herramientas –comenta Gabriela en voz baja.
Luz pregunta:
-¿Qué le andabas contando a este hombre, Graciela?
-Una leyenda de mi país. La Ziguanaba.
-¿De El Salvador?
Graciela asiente y Luz pregunta de nuevo mientras cubre al hombre con la tela-: ¿Y qué es exactamente la Ziguanaba?
-Una mujer fantasma que castiga a los hombres que engañan a las mujeres.
-Pues a este infiel –y Luz de Silia rompe a reír- tus cuentos le han hecho bien. Está abriendo los ojos.
-Puede que lo haya salvado la fantasma de mi país -sonríe Graciela y, aunque está algo cansada, añade-: si le viene bien, Luz, no me importa quedarme.
Luz la mira comprensiva.
-Si te vas a quedar todo el día, Graciela, más vale que te sientes.
Yo no había dicho una palabra, ni siquiera me había movido del umbral. A Graciela le entró prisa nada más terminar su relato.
-Tengo que volver con el hombre. Me necesita, Julia. Gracias por venir.
Le di un beso apresurado y entró de nuevo en el hospital, dispuesta a instalarse en su silla estéril frente al enfermo. Desde la puerta, mis palabras volaban tras los pasos de Graciela. Grité:
-¡Te admiro, Graciela Valdés! ¡Hay que tener valor para contar leyendas a un moribundo!
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Mientras me explicaba su experiencia, Graciela me miraba a la cara. Quería a toda costa que yo captara su aire profesional y todo el proceso de atención al enfermo. Para eso es mi tutora.
Habló aprisa y sin parar. Yo la escuché en silencio, cruzada de brazos, apoyada en un lateral de la puerta.
-Rápidamente, te cuento lo de esta mañana, Julia, que tengo que volver a la planta: Luz de Silia, la enfermera jefe, ya sabes, me llama a las seis y, en cuanto llego, me acompaña a la sala. Voy enfundada en una bata, mascarilla, cofia, manguitos y alpargatas de protección estériles. Veo un hombre metido dentro de una carcasa de cristal, lleno de tubos que le entran por la boca, la nariz y los brazos. Yace de espaldas, cara al techo de la unidad de vigilancia intensiva donde lo han situado. Salen de su pecho, piernas y cabeza unos cables que lo conectan a varios monitores. Escucho el bip-bip entrecortado y exacto que me parece una música de vida, la única que le queda.
»El hombre está desnudo, tumbado sobre una camilla blanca, tapado con una exigua sábana verde. Sus brazos se encuentran estirados a lo largo del tronco, fuera del embozo. Es turbador ver su cuerpo masculino, pecho, vientre, piernas, sexo, todo marcado debajo de la tela.
»Está en coma, pero los médicos dicen que el encefalograma muestra actividad cerebral. Luz me pide que le hable. Me explica que, aunque parece que no oye, es posible que mis palabras o mi voz le ayuden a regresar al mundo de los vivos.
»Es un hombre mayor, pero fuerte. Tiene el pecho cubierto de vello gris, la cara afilada. Usa barba, pero lo han afeitado malamente para ponerle los tubos. En la ficha al pie de su camilla el nombre está en blanco, sólo figura la fecha de su nacimiento. Me llama la atención el año: 1936. Me impresiona porque sé bien que ése es el año en que empezó la guerra civil de ustedes, Julita. Siempre me da escalofríos pensar en esa guerra que todavía en el año 2005 rompe los corazones de los españoles.
La voz de Graciela se quiebra ligeramente al mencionar ese dolor de guerra, aún enquistado en tanta gente que conocemos, pero no se da cancha a sí misma para sentimentalismos y continúa hablando imperturbable, mientras yo bebo sus palabras, pues trato de aprender rápidamente este oficio humanitario de voluntariado, en el que ella es veterana:
-Pregunto a la enfermera cómo saben el año si el hombre está inconsciente. Responde que, cuando los camilleros lo recogieron estaba despierto y hablaba. De todo lo que dijo, 1936 fue lo único que entendieron: dedujeron que era el año de su nacimiento. Pregunto a Luz cómo ocurrió, qué cosa lo trajo aquí. Me informa que fue un accidente de moto, que lo encontraron al fondo de un barranco junto a otro hombre. El otro era joven y estaba en coma. Los de tráfico opinan que los dos motoristas iban jugando, a gran velocidad. Pero yo lo encuentro raro, siendo éste un hombre mayor. Pregunto también qué le pasa exactamente, cuál es el diagnóstico. Luz mira el expediente y recita: “Traumatismo craneoencefálico sin rotura craneal, contusión múltiple, hemorragia interna indeterminada, tres costillas, no, cuatro, fracturadas, fisura en el esternón, peroné izquierdo astillado con fractura abierta, amputación parcial del mismo pie. Ha perdido tres dedos”.
»-Pobre… -me sale inevitablemente.
»-En fin -me informa la enfermera-, este hombre tuyo vive aún. Hay que hacer lo posible por salvarlo.
»-Claro. Para eso estamos aquí, Luz -le respondo.
»Luz de Silia no puede parar de hablar. Sabe más detalles y tiene que soltarlos toditos para que no la obsesionen mientras trabaja. Me explica:
»-Las dos motos estaban reventadas y quemadas. Ardieron por completo. No quedó más que un amasijo de hierros en el fondo de un hoyo. Parece que chocaron en el aire; los cuerpos salieron por un lado, las máquinas por otro. De la identidad de los hombres no se sabe nada porque o no llevaban documentos o arderían en las motos. A ver qué puede contar este hombre cuando despierte. La guardia civil está esperando para hacerle unas preguntas.
»Al fin Luz calla y me mira, mientras yo asiento. Ella se va a sus cosas un poco acelerada. Siempre tiene prisa. Es una jefa, jefa, Julita, con conciencia. Conozco a esta enfermera desde hace años. Conozco a todas, a fuerza de verlas trasegando con tubos, palanganas, jeringuillas, trapos. Qué vida, la de un hospital. Se le parte a una el alma. ¿Usted está segura de que quiere ser acompañante de enfermos?
Graciela hace una pausa, pero continúa, sin dar apenas espacio a mi silencio. Ya dijo al principio que tiene prisa: también ella es una trabajadora consciente.
-En un rincón de la sala hay una silla envuelta, como yo ahora en trapos estériles -se mira el cuerpo embutido en una bata verde, y ríe- pero me instalo de pie junto a la cabecera. Pienso que mientras estoy aquí, tal vez venga algún familiar a visitarlo. A veces ocurre. Cada media hora aproximadamente, Luz de Silia entra en la sala y me pregunta si hay novedad, mira los monitores, toca los tubos, ajusta los goteros. Quiero saber más:
»-¿No se han encontrado aún a la familia?
»-Por el momento no -responde-. Mientras no despierte… No sabemos ni su nombre…
»-¿Por qué lo han traído al Doce de Octubre?
»-Porque el accidente tuvo lugar cerca de la M-30 sur.
»-¿Y el otro hombre?
»-Sigue en coma profundo.
»-¿A ése le habla alguien?
»-No hay muchas esperanzas, Graciela.
»Lo dice con tristeza y profesionalidad que me parecen incompatibles. Sale sin mirarme.
»Inicio una cantinela para distraer al hombre. es importante hablar de cosas interesantes, Julia. O, bueno, a lo mejor elijo los temas más bien para distraerme a mí. Es igual. Trato de que pasen las horas inadvertidas, que podamos cobrar fuerza a través de las palabras, al menos, que no la pierda yo. Necesito esa fuerza.
»Por eso, le hablo. Me dirijo al cuerpo inerte de ese hombre y le digo:
»Todos los hombres que conozco -lo pronuncio despacio, fijando la mirada a la altura de su entrepierna- son infieles a sus esposas. A usted no lo conozco, pero no será la excepción. En mi pais a los hombres infieles los persigue la Ziguanaba, un espectro de mujer que los enamora, los hechiza, como ustedes hacen con las mujeres que consideran suyas. Pero ella lleva lueguito a sus enamorados junto al vacío del baranco, donde dicen vive esa fantasma. A veces los espera abajo. A unos los deja caer, a otros los salva. Mi viejo, pues, ahorita le voy a contar la historia de Anihuat.
Y Graciela cuenta al hombre en coma la siguiente historia que, ahora, en la luz excesiva del vestíbulo, impropia para hablar de fantasmas, me cuenta a mí:
Anihuat tenía de novia a una muchacha con la que jugaba a hacerse el hombrecito. Creía que él podía escapar de las fuerzas de la Ziguanaba y por eso un día, tras seducir a la chica y dejarla en casa, crecido de poder y de arrogancia, se presentó en el barranco donde decían que la Ziguanaba habitaba y la conjuró.
Al día siguiente del conjuro, se fue a la pista de baile de Queztaltepeque, que lleva el nombre del quetzal, cuyo plumaje de colores protege a los habitantes de esa ciudad y, sintiéndose seguro de la protección del ave, bailó con su novia hasta la madrugada.
-¿Nunca me serás infiel, Anihuat? -le preguntaba ella. La muchacha ya temblaba de miedo, pues todas las mujeres sabemos que los hombres son siempre infieles.
-Nunca jamás -respondió Anihuat mientras daba saltos y hacía cabriolas en la pista. Lo animaba la fuerza del conjuro que había hecho a la Ziguanaba. Y añadió para tranquilizar a su novia, que temblaba entre sus brazos-: A vos y a mí nos protegen las plumas del quetzal.
Cuando terminó el baile, Anihuat acompañó a su novia a casa y, sin forzarla, tan sólo la besó y se fue para la cantina. Allá compró una botella de espíritu de caña. Vació rápidamente la botella entera y eso le dio coraje para acercarse a chotiar con las maitras que andan solitas al amparo de la noche.
Andaba chotiando con ésta y con aquélla, cuando se encontró con una peperecha que lo deshuevó. Acababa de dejar a su novia con promesas de amor eterno y ya mismito le había sido infiel.
Llorando de arrepentimiento y acordándose del conjuro que le había hecho tan sólo ayer a la Ziguanaba, se fue para el barranco, seguro de que iría de vuelta sano y salvo con su noviecita del corazón.
Pero, en el camino, se encontró con una vieja que parecía su mamá sin serlo y le dijo:
-Acércate conmigo al barranco donde el ave quetzal no llega a proteger a nadie con sus plumas. Veremos si eres tan valiente como crees.
Temblando de miedo, Anihuat caminó hacia el barranco de la Ziguanaba y se plantó al borde con las piernas abiertas y los brazos cruzados en el pecho.
-Grita su nombre -ordenó la vieja.
Anihuat intentó gritar, tomando aire y apretando los pies al suelo para cobrar fuerza. Pero le salió un quejidito de voz que nadie podía entender como el nombre de la Ziguanaba y menos aún como un grito.
-¡Grita su nombre! -chilló de nuevo la vieja.
En éstas se oyó un refregar de plumas y el ave quetzal voló por encima de sus cabezas.
Con un alarido de susto, la vieja se lanzó al fondo del barranco y Anihuat pudo volver para la casa más fuerte que cuando salió.
Esa experiencia le volvió todavía más soberbio. Y, por eso, al día siguiente, envuelto en su poncho de colores, volvió a buscar a su novia y de nuevo bailó con ella.
Igual que el día de antes, ella le preguntó temerosa:
-¿Nunca me serás infiel, Anihuat?
-Nunca, mi amor -respondió él mientras la besaba.
Volvió a dejarla solita en su casa y él se fue de nuevo para la cantina, bebió espíritu de caña y chotió con ésta y con aquélla en la oscuridad de las calles hasta que apareció la vieja.
-Sígame pues al barranco de la Ziguanaba, donde las plumas del quetzal no protegen a los hombres infieles como vos -le ordenó.
-Anihuat, crecido de fuerza por su victoria del día anterior, esta vez la siguió sin miedo. Llegaron al barranco. La vieja no esperó a que volase por encima de sus cabezas ningún ave quetzal, sino que se tiró al vacío de una vez gritando su propio nombre.
-Ahihuat se había vuelto osado frente al fantasma de la Ziguanaba y se asomó a ver cómo caía. Entonces la nombró.
Una fuerza que ni el coraje ni la soberbia de Anihuat pudieron conjurar lo tomó por la cintura, lo levantó por el aire y lo arrastró.
Anihuat no tuvo miedo. Se dejó arrastrar y acunar por las manos de la fantasma que le susurraba palabras de amor en el oído. Anihuat temblaba de deseo y se dejó ir con ella hasta el fondo del barranco.
Al día siguiente, su novia lo esperó en vano para el baile.
A los tres días, ella estuvo segura de que Anihuat le había sido infiel.
Al final de esa semana, la muchacha y sus amigas descendieron al fondo del barranco de la Ziguanaba y allí distinguieron los colores del poncho de Anihuat entre los huesos limpios, comidos por las aves.
-Tu novio te fue infiel como todos –se burlaban las amigas de la muchacha.
Y ella lloraba tanto que la Ziguanaba tomó ese llanto como parte de su hechizo para perder a los hombres infieles como usted, para siempre, en el fondo del barranco.
Cuando Graciela termina su leyenda, Luz de Silia regresa a tocar los tubos y ajustar los goteros del hombre. Mira los monitores, retira el lienzo que lo cubre y el sexo viejo y fláccido queda al descubierto.
-Me pregunto cómo nadie puede ser infiel con esas pobres herramientas –comenta Gabriela en voz baja.
Luz pregunta:
-¿Qué le andabas contando a este hombre, Graciela?
-Una leyenda de mi país. La Ziguanaba.
-¿De El Salvador?
Graciela asiente y Luz pregunta de nuevo mientras cubre al hombre con la tela-: ¿Y qué es exactamente la Ziguanaba?
-Una mujer fantasma que castiga a los hombres que engañan a las mujeres.
-Pues a este infiel –y Luz de Silia rompe a reír- tus cuentos le han hecho bien. Está abriendo los ojos.
-Puede que lo haya salvado la fantasma de mi país -sonríe Graciela y, aunque está algo cansada, añade-: si le viene bien, Luz, no me importa quedarme.
Luz la mira comprensiva.
-Si te vas a quedar todo el día, Graciela, más vale que te sientes.
Yo no había dicho una palabra, ni siquiera me había movido del umbral. A Graciela le entró prisa nada más terminar su relato.
-Tengo que volver con el hombre. Me necesita, Julia. Gracias por venir.
Le di un beso apresurado y entró de nuevo en el hospital, dispuesta a instalarse en su silla estéril frente al enfermo. Desde la puerta, mis palabras volaban tras los pasos de Graciela. Grité:
-¡Te admiro, Graciela Valdés! ¡Hay que tener valor para contar leyendas a un moribundo!
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