camino de los poetas
Para Candela y Julieta, de Abua
Camino de los poetas
Candela se sube al mar
y corta ramas de seda
con sus manitas de pan.
Los poetas que venían
a esta playa con sus versos
desde las hojas miraban
y nos repartían besos.
Julieta dormía sola
en la panza de mamá,
Candelita con su abuela
corría a verlos pasar.
Pero no veía nada
y llamaba, esta Candela;
rebuscaba a los poetas
de la mano de su abuela.
A veces, Hugo venía
a correr por el camino
y los poetas estaban
escondidos en su olvido.
Mamá: quiero a los poetas,
¡que vengan a hablar conmigo!
No conozco a esos señores,
pero al viento los persigo.
Y Candela, de la mano,
y Julieta, entre sus sueños,
oían la voz del aire
de los poetas pequeños.
toluna y chais, de los san de namibia
(De: "Vivir es un laberinto"
Para Alma, con cariño de abuela)
Hace muchos años, más bien siglos, vivía en Namibia, a las orillas del río Vis, una tribu de bosquimanos llamada San. Todos los años, al llegar la primavera, cuando el río estaba crecido y el cañón quedaba casi cubierto por las aguas (no como hoy, que está casi seco, sobre todo en verano), los San obligaban a los niños-que-van-a-ser-hombres a cruzar a nado el cañón de este a oeste y a las niñas-que-van-a-ser-mujeres a quedarse en las cuevas que bordean el cañón esperando a que alguno de los muchachos pudiera salvarlas. El caso era que pocos niños lograban cruzar el cañón, raro era el que encontraba una cueva, más raro aún el que encontraba una niña que salvar y todavía más raro quien, de hecho, pudiera salvarla. ¿Por qué? Pues porque las niñas no habían aprendido a nadar y cuando el agua entraba en las cuevas, muchas se ahogaban. Y porque los niños tenían mucha prisa por cruzar a la orilla oeste y salir los primeros, sanos y salvos, de la aventura; aparte de que el río bajaba como un auténtico loco por el cañón y arrastraba siempre a varios niños hacia el océano.
Un año, entre los niños-que-van-a-ser-hombres se encontraba Toluna, un muchacho alto, de once años, buen nadador y mejor corredor. Entre las niñas-que-van-a-ser-mujeres se encontraba Chais, una muchacha delgada y ágil de cara alegre y mirada tranquila. Eso, precisamente eso, que Chais era alegre y tranquila, era lo que le gustaba a Toluna. Lo que nadie sabía era que, en sus ratos libres, Toluna y Chais andaban por ahí juntos: y Chais había aprendido a nadar, a pescar, a andar descalza por las rocas, a pisar serpientes sin ser mordida y a correr tanto que, a veces, Toluna terminaba jadeando y Chais riendo a carcajadas.
Esa primavera el río Vis bajaba muy apretado por el cañón, más fuerte que nunca, gritando, salvaje, despeñándose entre rocas y rápidos. Todos los niños-que-van-a-ser-hombres miraban al río Vis con verdadero terror. Pero, ay, el terror estaba prohibido a los varones San. Así que disimulaban diciendo bobadas como: yo cruzaré volando, a mí me salvará un Ama-Ama (que es un ave de Namibia llamada en realidad Amadina Eritrocephala, un pequeño pinzón capuchino de cabeza roja, que gusta de arrojarse sobre el agua y pescar insectos de un solo salto; o, mejor dicho, de un solo vuelo; o de un solo nado); y los chicos lo decían sintiéndose de veras insectos, mirando la loca carrera del agua; pero riendo para disimular el miedo.
Las niñas-que-van-a-ser-mujeres miraban también el río desesperadas. Ellas no tenían que disimular su miedo; podían gritar y llorar y decir que no irían a las cuevas y negarse y patalear y montar un verdadero escándalo. Pero, al final, las mujeres mayores, que eran las madres, las tías y las abuelas, terminaban agarrando a las niñas-que-van-a-ser-mujeres por el pelo y obligándolas, a pesar del llanto y los gritos a entrar en las cuevas y esperar a ser salvadas por alguno de los niños-que-van-a-ser-hombres.
Toluna miraba el río en silencio y también en silencio miraba a Chais. Ella era la única de las niñas-que-van-a-ser-mujeres que no lloraba ni siquiera un poco. Chais sabía nadar y Toluna lo sabía.
A pesar de que ella no lloraba, como todas las niñas, Chais fue conducida por su madre, sus tías y abuelas, a rastras, sujeta del pelo, a una de las cuevas más hondas del cañón. Todas las niñas-que-van-a-ser-mujeres habían agotado las lágrimas y esperaban en realidad la muerte. Sabían que sólo unas pocas de ellas serían salvadas de las aguas; que sólo algunos de los niños-que-van-a-ser-hombres lograrían cruzar el salvaje torrente del cañón del río Vis. Sólo los mejores de entre los muchachos llegarían a ser hombres y las más afortunadas de entre las muchachas llegarían a ser mujeres. Más tarde, ellos y ellas tendrían hijos e hijas, mostrarían a esos hijos e hijas el camino para crecer, obligarían a esos futuros niños-que-van-a-ser-hombres y las futuras niñas-que-van-a-ser-mujeres a cruzar el río y las nuevas criaturas entrarían en las cuevas o morirían ahogadas; y así hasta siempre. Como siempre se había hecho.
Cuando los gritos y el llanto de las muchachas ya no podía oírse (porque el bramar del río Vis los tapaba por completo), los muchachos se lanzaron como un solo hombre a nadar, cruzando la corriente, tal como mandaban los antepasados, de este a oeste, tratando de encontrar en el acantilado alguna cueva y en la cueva una muchacha, que sería para siempre su esposa, salvada de las aguas. Y tratando también de llegar los primeros a la otra orilla, pues en ser el primero iba el honor.
Toluna nadaba con esfuerzo pero notaba que la corriente era más fuerte que él. A pesar de que era buen nadador, de pronto, sintió que el agua le arrastraba hacia el sur. No hacia el oeste. No hacia el acantilado y la cueva donde esperaba encontrar a Chais y nadar con ella hasta la orilla, no; hacia el sur, hacia el mar, hacia la muerte.
Pero, Chais le vio desde su cueva. Le vio arrastrado por el agua, le vio asustado; y ella se olvidó de su propio miedo y supo que podía ayudarle.
Igual que un Ama-Ama se lanza al río a pescar un insecto en un solo vuelo, Chais se tiró de cabeza y nadó con toda la fuerza de sus brazos y sus piernas. Un instante antes de que Toluna se golpeara con las aristas del cañón, Chais lo agarró y tiró de él hacia la orilla. Así fue como salieron los dos juntos, nadando hacia el oeste, tal como mandaban los antepasados.
La hazaña de Chais no pasó inadvertida a las abuelas, las madres y las tías San, que se sintieron avergonzadas por ella y la riñeron con acritud por hacer lo que nunca antes había hecho una muchacha. Tampoco pasó el asunto desapercibido a los padres, los tíos y los abuelos, que juntaron sus severas cabezas para deliberar.
Mientras las mujeres lloraban de vergüenza porque una de las niñas se había portado como un hombre, y mientras los hombres trataban de reunir toda su sabiduría ancestral para castigar a Toluna y Chais por escapar juntos nadando, ellos, llenos de esperanza, de fuerza y de vitalidad, contaron su historia a los demás muchachos y muchachas ―los pocos que se habían salvado de las aguas― y todos se admiraron de que Chais supiera nadar, pescar, andar descalza por las rocas, pisar serpientes sin ser mordida y correr tanto que, a veces, Toluna terminaba jadeando y Chais riendo a carcajadas. Al fin, llorando de pena por todos los niños-que-van-a-ser-hombres y las niñas-que-van-a-ser-mujeres que acababan de morir en el río, los muchachos y muchachas decidieron enfrentarse a sus mayores.
―Todas las niñas son como Chais ―argumentaban los muchachos―: pueden aprender a nadar.
―Sí, sí, por favor, enseñadnos a pescar, a andar descalzas por las rocas, a pisar serpientes sin ser mordidas –repetían ellas a coro.
―Os enseñaremos a correr tanto que nosotros terminemos jadeando y vosotras riendo a carcajadas –prometían los chicos.
―Bien. Y nosotras os enseñaremos a gritar, a cantar, a bailar, a llorar y a ser felices―gritaban ellas.
―Y aprenderemos a salvarnos solas de la muerte y de la vida ―dijeron, por fin las muchachas en un susurro.
Los mayores, convencidos de que eso era lo mejor, no riñeron más a Toluna y Chais, que se convirtieron en los maestros de niños y niñas para el arte de vivir en paz.
Aquella primavera, en vez de casarse, como era la costumbre primaveral de los San, todos los muchachos y muchachas compartieron momentos maravillosos en el río Vis, mientras bajaba el nivel y la fuerza de las aguas; mientras los padres y las madres, las abuelas y los abuelos, las tías y los tíos se morían de envidia viendo a sus hijos e hijas ser felices y aprender, de veras y a fondo, el arte de vivir iguales y felices.
De: "Vivir es un laberinto"
Para Alma, con cariño de abuela)
Hace muchos años, más bien siglos, vivía en Namibia, a las orillas del río Vis, una tribu de bosquimanos llamada San. Todos los años, al llegar la primavera, cuando el río estaba crecido y el cañón quedaba casi cubierto por las aguas (no como hoy, que está casi seco, sobre todo en verano), los San obligaban a los niños-que-van-a-ser-hombres a cruzar a nado el cañón de este a oeste y a las niñas-que-van-a-ser-mujeres a quedarse en las cuevas que bordean el cañón esperando a que alguno de los muchachos pudiera salvarlas. El caso era que pocos niños lograban cruzar el cañón, raro era el que encontraba una cueva, más raro aún el que encontraba una niña que salvar y todavía más raro quien, de hecho, pudiera salvarla. ¿Por qué? Pues porque las niñas no habían aprendido a nadar y cuando el agua entraba en las cuevas, muchas se ahogaban. Y porque los niños tenían mucha prisa por cruzar a la orilla oeste y salir los primeros, sanos y salvos, de la aventura; aparte de que el río bajaba como un auténtico loco por el cañón y arrastraba siempre a varios niños hacia el océano.
Un año, entre los niños-que-van-a-ser-hombres se encontraba Toluna, un muchacho alto, de once años, buen nadador y mejor corredor. Entre las niñas-que-van-a-ser-mujeres se encontraba Chais, una muchacha delgada y ágil de cara alegre y mirada tranquila. Eso, precisamente eso, que Chais era alegre y tranquila, era lo que le gustaba a Toluna. Lo que nadie sabía era que, en sus ratos libres, Toluna y Chais andaban por ahí juntos: y Chais había aprendido a nadar, a pescar, a andar descalza por las rocas, a pisar serpientes sin ser mordida y a correr tanto que, a veces, Toluna terminaba jadeando y Chais riendo a carcajadas.
Esa primavera el río Vis bajaba muy apretado por el cañón, más fuerte que nunca, gritando, salvaje, despeñándose entre rocas y rápidos. Todos los niños-que-van-a-ser-hombres miraban al río Vis con verdadero terror. Pero, ay, el terror estaba prohibido a los varones San. Así que disimulaban diciendo bobadas como: yo cruzaré volando, a mí me salvará un Ama-Ama (que es un ave de Namibia llamada en realidad Amadina Eritrocephala, un pequeño pinzón capuchino de cabeza roja, que gusta de arrojarse sobre el agua y pescar insectos de un solo salto; o, mejor dicho, de un solo vuelo; o de un solo nado); y los chicos lo decían sintiéndose de veras insectos, mirando la loca carrera del agua; pero riendo para disimular el miedo.
Las niñas-que-van-a-ser-mujeres miraban también el río desesperadas. Ellas no tenían que disimular su miedo; podían gritar y llorar y decir que no irían a las cuevas y negarse y patalear y montar un verdadero escándalo. Pero, al final, las mujeres mayores, que eran las madres, las tías y las abuelas, terminaban agarrando a las niñas-que-van-a-ser-mujeres por el pelo y obligándolas, a pesar del llanto y los gritos a entrar en las cuevas y esperar a ser salvadas por alguno de los niños-que-van-a-ser-hombres.
Toluna miraba el río en silencio y también en silencio miraba a Chais. Ella era la única de las niñas-que-van-a-ser-mujeres que no lloraba ni siquiera un poco. Chais sabía nadar y Toluna lo sabía.
A pesar de que ella no lloraba, como todas las niñas, Chais fue conducida por su madre, sus tías y abuelas, a rastras, sujeta del pelo, a una de las cuevas más hondas del cañón. Todas las niñas-que-van-a-ser-mujeres habían agotado las lágrimas y esperaban en realidad la muerte. Sabían que sólo unas pocas de ellas serían salvadas de las aguas; que sólo algunos de los niños-que-van-a-ser-hombres lograrían cruzar el salvaje torrente del cañón del río Vis. Sólo los mejores de entre los muchachos llegarían a ser hombres y las más afortunadas de entre las muchachas llegarían a ser mujeres. Más tarde, ellos y ellas tendrían hijos e hijas, mostrarían a esos hijos e hijas el camino para crecer, obligarían a esos futuros niños-que-van-a-ser-hombres y las futuras niñas-que-van-a-ser-mujeres a cruzar el río y las nuevas criaturas entrarían en las cuevas o morirían ahogadas; y así hasta siempre. Como siempre se había hecho.
Cuando los gritos y el llanto de las muchachas ya no podía oírse (porque el bramar del río Vis los tapaba por completo), los muchachos se lanzaron como un solo hombre a nadar, cruzando la corriente, tal como mandaban los antepasados, de este a oeste, tratando de encontrar en el acantilado alguna cueva y en la cueva una muchacha, que sería para siempre su esposa, salvada de las aguas. Y tratando también de llegar los primeros a la otra orilla, pues en ser el primero iba el honor.
Toluna nadaba con esfuerzo pero notaba que la corriente era más fuerte que él. A pesar de que era buen nadador, de pronto, sintió que el agua le arrastraba hacia el sur. No hacia el oeste. No hacia el acantilado y la cueva donde esperaba encontrar a Chais y nadar con ella hasta la orilla, no; hacia el sur, hacia el mar, hacia la muerte.
Pero, Chais le vio desde su cueva. Le vio arrastrado por el agua, le vio asustado; y ella se olvidó de su propio miedo y supo que podía ayudarle.
Igual que un Ama-Ama se lanza al río a pescar un insecto en un solo vuelo, Chais se tiró de cabeza y nadó con toda la fuerza de sus brazos y sus piernas. Un instante antes de que Toluna se golpeara con las aristas del cañón, Chais lo agarró y tiró de él hacia la orilla. Así fue como salieron los dos juntos, nadando hacia el oeste, tal como mandaban los antepasados.
La hazaña de Chais no pasó inadvertida a las abuelas, las madres y las tías San, que se sintieron avergonzadas por ella y la riñeron con acritud por hacer lo que nunca antes había hecho una muchacha. Tampoco pasó el asunto desapercibido a los padres, los tíos y los abuelos, que juntaron sus severas cabezas para deliberar.
Mientras las mujeres lloraban de vergüenza porque una de las niñas se había portado como un hombre, y mientras los hombres trataban de reunir toda su sabiduría ancestral para castigar a Toluna y Chais por escapar juntos nadando, ellos, llenos de esperanza, de fuerza y de vitalidad, contaron su historia a los demás muchachos y muchachas ―los pocos que se habían salvado de las aguas― y todos se admiraron de que Chais supiera nadar, pescar, andar descalza por las rocas, pisar serpientes sin ser mordida y correr tanto que, a veces, Toluna terminaba jadeando y Chais riendo a carcajadas. Al fin, llorando de pena por todos los niños-que-van-a-ser-hombres y las niñas-que-van-a-ser-mujeres que acababan de morir en el río, los muchachos y muchachas decidieron enfrentarse a sus mayores.
―Todas las niñas son como Chais ―argumentaban los muchachos―: pueden aprender a nadar.
―Sí, sí, por favor, enseñadnos a pescar, a andar descalzas por las rocas, a pisar serpientes sin ser mordidas –repetían ellas a coro.
―Os enseñaremos a correr tanto que nosotros terminemos jadeando y vosotras riendo a carcajadas –prometían los chicos.
―Bien. Y nosotras os enseñaremos a gritar, a cantar, a bailar, a llorar y a ser felices―gritaban ellas.
―Y aprenderemos a salvarnos solas de la muerte y de la vida ―dijeron, por fin las muchachas en un susurro.
Los mayores, convencidos de que eso era lo mejor, no riñeron más a Toluna y Chais, que se convirtieron en los maestros de niños y niñas para el arte de vivir en paz.
Aquella primavera, en vez de casarse, como era la costumbre primaveral de los San, todos los muchachos y muchachas compartieron momentos maravillosos en el río Vis, mientras bajaba el nivel y la fuerza de las aguas; mientras los padres y las madres, las abuelas y los abuelos, las tías y los tíos se morían de envidia viendo a sus hijos e hijas ser felices y aprender, de veras y a fondo, el arte de vivir iguales y felices.
De: "Vivir es un laberinto"