Política
Cuando tenía ocho años, pregunté a mi profesora de gramática
qué significaba la palabra política.
Me respondió que política era “todo
aquello que tiene que ver con los ciudadanos”. Aquel preciso día, en clase estábamos
estudiando los nombres colectivos, por ejemplo: “colegio”, había escrito mi
profesora en la pizarra; y recuerdo que, justo debajo de colegio ella había anotado también la palabra “ciudadanía”, que en
el acto me enamoró: por sonora, por hermosa, por abierta, por enfática… ¡qué sé
yo qué músicas pasaron por mi frente y mi garganta al leer y escuchar esa
palabra!
En ese espacio de aprendizaje reflexivo, o en fin, tal vez, yo era una niña demasiado reflexiva a quien el contexto no había inhibido —todavía— la capacidad de reflexión, me chocó que mi profesora no usara la palabra: “ciudadanía”, que acababa de escribir, para explicar lo que era política; y recuerdo que pensé que debía de ser porque, aunque existía en el diccionario, y ahora en la pizarra y en el aire y en mi cuaderno, y estaba entrando en mi corazón, lo más “normal” era usar el plural genérico: “ciudadanos”; y me sonó bien, lo confieso; a pesar de que un gusanillo de disconformidad me agitó la boca.
Ahora pienso que mi profesora y yo éramos gente tan antigua que habíamos nacido en el uso y dominio del masculino genérico y quienes me hablaban, por ejemplo: mis padres, mi familia y yo misma, no nos habíamos cuestionado todavía lo inadecuado de decir ciudadanos cuando, en realidad, queríamos significar la totalidad humana que compone el sector de la ciudadanía.
En fin, para no perderme, mi profesora aclaró que la política era todo aquello que concierne al ciudadano; y yo, niña rebelde, con ese gusanito loco en la boca que me hacía profundizar en todas las cuestiones, le pregunté si quería decir que yo misma era algo político, como un bicho o un señor o mi padre o mi madre o mis compañeras o ella; y si era así, por qué no se decía que política es todo aquello que concierne a la ciudadanía.
La verdad, me sentí muy lista y un poco atrevida al preguntar eso.
Y esperaba que mi profesora respondiera ante la clase que mi comentario era acertado, y explicara las implicaciones de ser “una persona política” y las de “pertenecer a la ciudadanía”.
Pero no.
Mi profesora, se molestó.
Repitió muy clarito que política era lo concerniente a los ciudadanos y dijo, severa, que ahora íbamos a seguir con esa clase de nombres colectivos que nos estaba dando.
Y, en el mismo acto de decir eso, borrando el colectivo “ciudadanía” de la lista que acababa de empezar, debajo del título: “Nombres colectivos”, escribió: Ejército, Bandada, Biblioteca, Cardumen, Convento, Dentadura y, ay, repitió Ejército, ahí, en la pizarra, ante mis ojos, ante mi silencio, ante mi pregunta inocente, ante mi perplejidad de niña; ella puso ejército, ejército… y yo soñando: ciudadanía, ciudadanía…, todos estos años…
En ese espacio de aprendizaje reflexivo, o en fin, tal vez, yo era una niña demasiado reflexiva a quien el contexto no había inhibido —todavía— la capacidad de reflexión, me chocó que mi profesora no usara la palabra: “ciudadanía”, que acababa de escribir, para explicar lo que era política; y recuerdo que pensé que debía de ser porque, aunque existía en el diccionario, y ahora en la pizarra y en el aire y en mi cuaderno, y estaba entrando en mi corazón, lo más “normal” era usar el plural genérico: “ciudadanos”; y me sonó bien, lo confieso; a pesar de que un gusanillo de disconformidad me agitó la boca.
Ahora pienso que mi profesora y yo éramos gente tan antigua que habíamos nacido en el uso y dominio del masculino genérico y quienes me hablaban, por ejemplo: mis padres, mi familia y yo misma, no nos habíamos cuestionado todavía lo inadecuado de decir ciudadanos cuando, en realidad, queríamos significar la totalidad humana que compone el sector de la ciudadanía.
En fin, para no perderme, mi profesora aclaró que la política era todo aquello que concierne al ciudadano; y yo, niña rebelde, con ese gusanito loco en la boca que me hacía profundizar en todas las cuestiones, le pregunté si quería decir que yo misma era algo político, como un bicho o un señor o mi padre o mi madre o mis compañeras o ella; y si era así, por qué no se decía que política es todo aquello que concierne a la ciudadanía.
La verdad, me sentí muy lista y un poco atrevida al preguntar eso.
Y esperaba que mi profesora respondiera ante la clase que mi comentario era acertado, y explicara las implicaciones de ser “una persona política” y las de “pertenecer a la ciudadanía”.
Pero no.
Mi profesora, se molestó.
Repitió muy clarito que política era lo concerniente a los ciudadanos y dijo, severa, que ahora íbamos a seguir con esa clase de nombres colectivos que nos estaba dando.
Y, en el mismo acto de decir eso, borrando el colectivo “ciudadanía” de la lista que acababa de empezar, debajo del título: “Nombres colectivos”, escribió: Ejército, Bandada, Biblioteca, Cardumen, Convento, Dentadura y, ay, repitió Ejército, ahí, en la pizarra, ante mis ojos, ante mi silencio, ante mi pregunta inocente, ante mi perplejidad de niña; ella puso ejército, ejército… y yo soñando: ciudadanía, ciudadanía…, todos estos años…