Cajas
Al regreso del cementerio, Eunicio se encaró conmigo. Hasta entonces, le había visto desolado y disperso, pero no airado. En cambio, en ese momento, la furia con que me increpó (fulgurantes los ojos, prietos los puños, el pecho inflamado, la cara roja y todo su porte ligeramente inclinado hacia o contra mí) me golpeó el sentir. Pues, a pesar de la escena que, intuí, se preparaba tras la visita a la iglesia y el funeral y toda la parafernalia que rodea a la muerte, yo había conseguido un estado de ánimo que, siendo luctuoso, podría no obstante llamarse tranquilo o incluso de alivio.
—¿Se puede saber dónde has metido la caja? —voceó.
Mi cerebro, desasistido, pensó en el ataúd del abuelo. Esa caja de pino oscuro con herrajes de latón donde había ido a parar el viejo, conforme ya con su último reposo, y que había quedado asentada, con su cuerpo mortal dentro en el nicho número treinta y siete de la sección dos, del pasillo…
Pero, no.
No podía ser que mi marido se refiriera a esa caja. E, inmediatamente, desgajando mis neuronas del descanso que los muertos merecen, me centré en pensar y tratar de descubrir de qué caja hablaba, dónde estarían las raíces de su repentina furia, qué estaría pasando.
—¿Te refieres a…?
—¡Exactamente! —aulló Eunicio, sin compasión alguna para mis lacerados tímpanos.
Porque, aclaro, no sólo tengo una fea lesión de oído que me produce lo que el otorrino llama “acúfenos” y yo doy en designar como “tormentas” o “locomotoras” o “pitidos” o “bramar” o “mar encrespada”, según los momentos del día o de la noche, sino que, además, cuando me gritan, se me inflama una especie de globo aerostático dentro del conducto auditivo y, en ocasiones, cuando, por ejemplo me siento débil o tal vez acatarrada o triste, no sé bien, ese balón llega a subir por mis tuberías, emitiendo bufidos y resoplidos y casi aullidos salvajes, por no decir rugidos, que me llegan hasta la membrana exterior del cerebro, pasando, claro está, por los conductos auditivos a tal velocidad que pierdo el equilibrio y caigo al suelo.
Inválida mental por el desorden de mis oídos y el de mis neuronas decidí unilateralmente que Eunicio debía de referirse a la antigua caja de puros donde guardaba diversos objetos infantiles suyos, bastante sucios e indefinidos por cierto, que un día descubrió en las manos de Milo, con las canicas, cromos y chapas del mocín. Ese día, cuando Eunicio vio que el niño no sólo le había sustraído la caja sino que la había vaciado y vuelto a llenar, montó en cólera y se refirió a contenedor y contenido, esa cosita de madera deslavada y desteñida llena de basuras, como “su” tesoro. Se la arrebató de malos modos y, en los días siguientes, tuve que resolver yo misma, con ingenio y habilidad, otra arqueta para Milo, que estaba inconsolable. Lo arreglé con una caja de zapatos forrada de tela, que pegué dulcemente con cola blanca y mucho esmero, para convertirla en el cofre de los tesoros de mi hijo, ya que su padre no le permitía que heredase las cutres maderillas de su lejana infancia.
Lo cierto era que la caja de los tesoros de Eunicio solía estar guardada por ahí, en una estantería, camuflada con los manuales escolares de cuando él era pequeño que, para su deleite personal, eran parte de su alma y por nada perdería. Y no sé bien, realmente, cómo había ido a parar la caja de los tesoros de Eunicio a manos de Milo, tal vez gracias a su astucia infantil con ese observar y rebuscar que caracteriza a la infancia. Porque… ¡qué no encontrarán los deditos sabios de un niño y qué no serán capaces de abrir o destrozar o desmoronar o deshacer, antes o después de apropiárselo! Por suerte, Milo es un niño cuidadoso y, a pesar del hurto de la caja, había dejado reposar los tesoros de su papá ordenadamente dispuestos detrás de los libros de texto, de manera que nada se perdió y Eunicio, tras el enojo, había podido recuperar su todo.
—¿No estará detrás de tus libros de la escuela? —pregunté arropándome el oído derecho, el que más ruido me hace, tratando de calmar el ligero mareo que los rugidos de Eunicio me habían provocado.
—¡No! ¡Ya miré ayer! ¡Ahí no está!
Mi pobre marido se paseaba desolado de lado a lado de la alfombra de la salita, con aire tan desesperado y marchito, que estaba permitiendo que el sofoco por la ausencia de su caja, que sin duda había sustituido al duelo o la rabia o la impotencia por la muerte de su padre, se desvaneciera y pasase a ser llanto.
Protegiéndome ahora las dos orejas con ambas manos, me acerqué vacilante a la estantería y… ahí, detrás de los libros, qué suerte, estaba el objeto de su deseo, su famosa caja.
Se la pasé a mi incrédulo y todavía resoplante y disgustadísimo marido, quien, suavemente —es decir, todo lo suavemente que sus gruesos dedos y su enfado y su disgusto le permitieron, pero siempre más suavemente de lo previsible, dada la situación— la depositó sobre la mesita de centro. La abrió con aire maravillado. Y entonces vi —y vio él— que el contenido de la cajita había aumentado, arropado por un pañuelo del abuelo que, pringoso de algo que al secarse se había puesto tieso, abrazaba impúdicamente todos los demás objetos, es decir, los “tesoros” de Eunicio.
Él quedó embelesado contemplando su infancia, con la mano derecha alzada en pinza, deseando tocar sus objetos sagrados, pero sin atreverse a separar el cochambroso trapo del resto de sus cosas.
En ese instante, noté la presencia casi imperceptible de Milo, observando todo con sus ojos mansos y sabios de niño inteligente y pasando revista a cada instante.
Y yo, sin querer, porque deseaba ardientemente desconectar de cualquier incidente relacionado con el abuelo, con su vida en mi casa y con su repentina muerte, me centré, para mi disgusto, en pensar precisamente lo que no quería pensar.
Mi suegro vino a parar a nuestra casa por descarte. La verdad, yo no tenía nada que objetar contra el pobre hombre. En cambio las hermanas de Eunicio estuvieron llenas de recelos y objeciones y, al fin, me tocó cuidarlo. Confieso que sí tenía miedo y mucha preocupación por el futuro de nuestra familia. Pero el abuelo, entonces, estaba muy bien de salud y pensé que podía ser un punto para Milo. Así que, me rendí. Además, resolví que su presencia en casa podría significar una cierta alegría para Eunicio o, al menos, algo de tranquilidad para su conciencia arrebatada de remordimientos por cómo había muerto su pobre madre dos años atrás, cuando la mujer espichó estando sola en casa. Pues, a pesar de que ya daba señales de muerte inminente, mi suegro no tuvo reparo alguno en salir a una batida de caza que le retuvo dos días lejos del hogar, aunque, eso sí, antes de marchar, encargó a su hijo Eunicio que “mirase a la mamá por si necesitaba algo”.
El hecho fue que Eunicio tuvo una fuerte conmoción en esos días precisamente causada por el asunto de la caja que le afanó su hijo, nuestro Milo, y se le olvidó ir a mirar a la madre. Ella, sola, agotada, vapuleada por los clásicos ataques o pequeños desvaríos, que nos tenían a todos tan cansados como impotentes, quiso prepararse para cenar una macedonia de frutas. No sabemos si se le produjo una parada cardíaca por algo que vio en la televisión mientras cenaba o si le cayó mal la cena o si sencillamente su cerebro o su corazón se empeñaron en infartar. No lo sabremos nunca, a pesar de que le hicieron la autopsia.
Cuando el abuelo regresó de su cacería, encontró a la abuela muerta, tiesa como una sábana congelada en pleno invierno, con la cara metida dentro del cuenco de fruta y la tele a todo trapo. Y, días después, el informe que nos entregó el forense decía que había muerto, como suelen explicar, “por parada cardio-respiratoria”. Me informé en su día de lo que significaba eso, ya que no capto la razón por la que los médicos se empeñan en decir sus designios con palabras incomprensibles (por cierto, ¿debería decir designios o hay otra forma de expresarlo?). El caso es que supe, de labios del propio forense, que se refería a muerte natural, es decir, que se le había parado el corazón y había dejado de respirar, sin especificar en qué orden sucedió eso. De todas formas, no me puedo imaginar a ningún muerto respirando.
Pero, en fin, vuelvo a mis pensamientos renegados.
Desde que murió la abuela, Eunicio se comía de remordimientos. Y el abuelo se vino a vivir con nosotros. Encerrado en una casa que no era la suya, el hombre envejeció de forma galopante. Primero empezó a ponerse decrépito, luego a desvariar, más tarde a perderse en sus paseos por el pueblo y, por último, terminó en el sillón de orejas de la abuela (que hubo que traer de su casa para él, cuando la desmantelamos), donde el viejo se sentaba por la mañana en un silencio desmesurado que sólo interrumpía con gemidos, por cierto cada vez más frecuentes, cuando se masturbaba.
Y aquí he llegado miserablemente a recordar, y no quería, el espectáculo al que yo, mientras hacía las labores del hogar, me enfrentaba a todas horas. No bien me ponía a limpiar el polvo de los muebles con la bayeta amarilla y marrón, el abuelo sentía mi sombra o mis movimientos. Y yo, con el rabillo del ojo y más asustada que avergonzada, o quizá al revés, le veía desabrocharse la bragueta y empezar dale que te pego hasta llegar a los suspiros y agarrar su pañuelo para enjugar con él y guardar en su interior el producto de ese acto vergonzoso que tanto me conturbaba.
—Por Dios, abuelo, que un día le va a pillar el niño, no haga usté esas cosas…
Y, mientras le decía esto, y mientras lo recordaba más tarde, no podía dejar de pensar en el pañuelo que yo misma, con mis manos, sin que Eunicio ni el abuelo reparasen en ello, tenía que separar del miembro cada noche para echarlo a la lavadora. Le ponía otro en el bolsillo, limpio, claro está, pues al día siguiente, teníamos la misma función.
Cuando yo le reñía, el abuelo reía (jiji, jaja), y sólo se contenía el tiempo necesario para que le acuciase la nueva gana de volver a empezar. Y, así, pasaba todo el día, de manera que, a las cuatro y media, cuando yo salía a buscar a Milo al colegio, dejaba al abuelo tapado con una manta desde las rodillas hasta el cuello para disimular su obsceno gesto, si bien no era posible en modo alguno pasar por alto sus gemidos. De manera que, cuando Milo, entraba en casa o luego, más tarde, sentado a la mesa de la cocina haciendo los deberes, me preguntaba insistente “¿Qué le pasa al abuelo, mamá?” Y yo no podía contestar más que:
—Cosas de viejo, cariño. Anda, ponte a tus deberes y vete a la ducha.
Sistema de evasión el mío que no pudo evitar, lo sé, que Milo comprendiera en qué pagos andaba el hombre. Aunque sí vislumbró, por muy pequeño que fuera, que no debía comentar esas cosas con nadie y menos con su padre, y al cabo de poco tiempo, el pobretico hasta a mí dejó de preguntarme.
No tuve agallas para dar explicaciones a Eunicio. Al fin y al cabo, se trataba de su padre. Seguramente mi marido habría tomado mis palabras acusadoras como falta de respeto o de consideración. Y, además, ¡desde cuándo los hombres se enteran de lo que pasa en su propia casa! Y menos Eunicio, que vivía pendiente de sus remordimientos, por lo de su madre, y de sus nostalgias, por lo de los tesoros de su caja. Y, por eso, por su ignorancia y por su desentendimiento y por mi cuidado de él (que no le falte nada a mi marido, que no se altere, me decía, y reconozco que no dejaba a la vez de pensar en mis oídos, con sus ruidos), el pobre hombre resultó estar viviendo en un lugar mágico y cerrado, ajeno y extraño para mí, que era su pensamiento, aunque en la realidad parecía vivir dentro de las paredes de nuestra casa.
Resumiendo, cuando mi Eunicio recobró su caja de tesoros tras el entierro del abuelo, cuando ya la tenía abierta a su disposición, también vio que Milo lo miraba con ojos de gato y yo, paralizada ante la presencia del pañuelo tieso y lleno de lo que sabemos, me quedé sin habla, preguntándome cómo había podido despistarme y guardar el pingo sucio precisamente en esa caja, cuando mi costumbre era: uno esconder el hecho a Eunicio y, si hubiera sido posible, al niño; y, dos: lavar ese pañuelo diariamente…
Estuvimos los tres en silencio más tiempo del que podría calcular.
Al cabo, se rompió el hechizo.
Y, entonces, Milo, ante los dedos en pinza de su padre dispuestos a recoger el pañuelo sucio y desabrazarlo de los objetos de su caja, y viéndolo arrobado en la contemplación de sus tesoros, con voz increíblemente limpia, ordenada y sabia, musitó:
—No lo toques, papá. Ese pañuelo está pringado del semen del abuelo.
Al instante, mis oídos empezaron su marea, y un rugir de viento y tempestad me llenó por dentro. Y, entonces, Milo que, solemne y tranquilo, abrazaba su propia caja de tesoros, la que yo le hice, entelada y —digamos— encofrada, se la tendió a Eunicio, diciendo:
—Papi: te la cambio. Mamá me lavará el pañuelo.
—¿Se puede saber dónde has metido la caja? —voceó.
Mi cerebro, desasistido, pensó en el ataúd del abuelo. Esa caja de pino oscuro con herrajes de latón donde había ido a parar el viejo, conforme ya con su último reposo, y que había quedado asentada, con su cuerpo mortal dentro en el nicho número treinta y siete de la sección dos, del pasillo…
Pero, no.
No podía ser que mi marido se refiriera a esa caja. E, inmediatamente, desgajando mis neuronas del descanso que los muertos merecen, me centré en pensar y tratar de descubrir de qué caja hablaba, dónde estarían las raíces de su repentina furia, qué estaría pasando.
—¿Te refieres a…?
—¡Exactamente! —aulló Eunicio, sin compasión alguna para mis lacerados tímpanos.
Porque, aclaro, no sólo tengo una fea lesión de oído que me produce lo que el otorrino llama “acúfenos” y yo doy en designar como “tormentas” o “locomotoras” o “pitidos” o “bramar” o “mar encrespada”, según los momentos del día o de la noche, sino que, además, cuando me gritan, se me inflama una especie de globo aerostático dentro del conducto auditivo y, en ocasiones, cuando, por ejemplo me siento débil o tal vez acatarrada o triste, no sé bien, ese balón llega a subir por mis tuberías, emitiendo bufidos y resoplidos y casi aullidos salvajes, por no decir rugidos, que me llegan hasta la membrana exterior del cerebro, pasando, claro está, por los conductos auditivos a tal velocidad que pierdo el equilibrio y caigo al suelo.
Inválida mental por el desorden de mis oídos y el de mis neuronas decidí unilateralmente que Eunicio debía de referirse a la antigua caja de puros donde guardaba diversos objetos infantiles suyos, bastante sucios e indefinidos por cierto, que un día descubrió en las manos de Milo, con las canicas, cromos y chapas del mocín. Ese día, cuando Eunicio vio que el niño no sólo le había sustraído la caja sino que la había vaciado y vuelto a llenar, montó en cólera y se refirió a contenedor y contenido, esa cosita de madera deslavada y desteñida llena de basuras, como “su” tesoro. Se la arrebató de malos modos y, en los días siguientes, tuve que resolver yo misma, con ingenio y habilidad, otra arqueta para Milo, que estaba inconsolable. Lo arreglé con una caja de zapatos forrada de tela, que pegué dulcemente con cola blanca y mucho esmero, para convertirla en el cofre de los tesoros de mi hijo, ya que su padre no le permitía que heredase las cutres maderillas de su lejana infancia.
Lo cierto era que la caja de los tesoros de Eunicio solía estar guardada por ahí, en una estantería, camuflada con los manuales escolares de cuando él era pequeño que, para su deleite personal, eran parte de su alma y por nada perdería. Y no sé bien, realmente, cómo había ido a parar la caja de los tesoros de Eunicio a manos de Milo, tal vez gracias a su astucia infantil con ese observar y rebuscar que caracteriza a la infancia. Porque… ¡qué no encontrarán los deditos sabios de un niño y qué no serán capaces de abrir o destrozar o desmoronar o deshacer, antes o después de apropiárselo! Por suerte, Milo es un niño cuidadoso y, a pesar del hurto de la caja, había dejado reposar los tesoros de su papá ordenadamente dispuestos detrás de los libros de texto, de manera que nada se perdió y Eunicio, tras el enojo, había podido recuperar su todo.
—¿No estará detrás de tus libros de la escuela? —pregunté arropándome el oído derecho, el que más ruido me hace, tratando de calmar el ligero mareo que los rugidos de Eunicio me habían provocado.
—¡No! ¡Ya miré ayer! ¡Ahí no está!
Mi pobre marido se paseaba desolado de lado a lado de la alfombra de la salita, con aire tan desesperado y marchito, que estaba permitiendo que el sofoco por la ausencia de su caja, que sin duda había sustituido al duelo o la rabia o la impotencia por la muerte de su padre, se desvaneciera y pasase a ser llanto.
Protegiéndome ahora las dos orejas con ambas manos, me acerqué vacilante a la estantería y… ahí, detrás de los libros, qué suerte, estaba el objeto de su deseo, su famosa caja.
Se la pasé a mi incrédulo y todavía resoplante y disgustadísimo marido, quien, suavemente —es decir, todo lo suavemente que sus gruesos dedos y su enfado y su disgusto le permitieron, pero siempre más suavemente de lo previsible, dada la situación— la depositó sobre la mesita de centro. La abrió con aire maravillado. Y entonces vi —y vio él— que el contenido de la cajita había aumentado, arropado por un pañuelo del abuelo que, pringoso de algo que al secarse se había puesto tieso, abrazaba impúdicamente todos los demás objetos, es decir, los “tesoros” de Eunicio.
Él quedó embelesado contemplando su infancia, con la mano derecha alzada en pinza, deseando tocar sus objetos sagrados, pero sin atreverse a separar el cochambroso trapo del resto de sus cosas.
En ese instante, noté la presencia casi imperceptible de Milo, observando todo con sus ojos mansos y sabios de niño inteligente y pasando revista a cada instante.
Y yo, sin querer, porque deseaba ardientemente desconectar de cualquier incidente relacionado con el abuelo, con su vida en mi casa y con su repentina muerte, me centré, para mi disgusto, en pensar precisamente lo que no quería pensar.
Mi suegro vino a parar a nuestra casa por descarte. La verdad, yo no tenía nada que objetar contra el pobre hombre. En cambio las hermanas de Eunicio estuvieron llenas de recelos y objeciones y, al fin, me tocó cuidarlo. Confieso que sí tenía miedo y mucha preocupación por el futuro de nuestra familia. Pero el abuelo, entonces, estaba muy bien de salud y pensé que podía ser un punto para Milo. Así que, me rendí. Además, resolví que su presencia en casa podría significar una cierta alegría para Eunicio o, al menos, algo de tranquilidad para su conciencia arrebatada de remordimientos por cómo había muerto su pobre madre dos años atrás, cuando la mujer espichó estando sola en casa. Pues, a pesar de que ya daba señales de muerte inminente, mi suegro no tuvo reparo alguno en salir a una batida de caza que le retuvo dos días lejos del hogar, aunque, eso sí, antes de marchar, encargó a su hijo Eunicio que “mirase a la mamá por si necesitaba algo”.
El hecho fue que Eunicio tuvo una fuerte conmoción en esos días precisamente causada por el asunto de la caja que le afanó su hijo, nuestro Milo, y se le olvidó ir a mirar a la madre. Ella, sola, agotada, vapuleada por los clásicos ataques o pequeños desvaríos, que nos tenían a todos tan cansados como impotentes, quiso prepararse para cenar una macedonia de frutas. No sabemos si se le produjo una parada cardíaca por algo que vio en la televisión mientras cenaba o si le cayó mal la cena o si sencillamente su cerebro o su corazón se empeñaron en infartar. No lo sabremos nunca, a pesar de que le hicieron la autopsia.
Cuando el abuelo regresó de su cacería, encontró a la abuela muerta, tiesa como una sábana congelada en pleno invierno, con la cara metida dentro del cuenco de fruta y la tele a todo trapo. Y, días después, el informe que nos entregó el forense decía que había muerto, como suelen explicar, “por parada cardio-respiratoria”. Me informé en su día de lo que significaba eso, ya que no capto la razón por la que los médicos se empeñan en decir sus designios con palabras incomprensibles (por cierto, ¿debería decir designios o hay otra forma de expresarlo?). El caso es que supe, de labios del propio forense, que se refería a muerte natural, es decir, que se le había parado el corazón y había dejado de respirar, sin especificar en qué orden sucedió eso. De todas formas, no me puedo imaginar a ningún muerto respirando.
Pero, en fin, vuelvo a mis pensamientos renegados.
Desde que murió la abuela, Eunicio se comía de remordimientos. Y el abuelo se vino a vivir con nosotros. Encerrado en una casa que no era la suya, el hombre envejeció de forma galopante. Primero empezó a ponerse decrépito, luego a desvariar, más tarde a perderse en sus paseos por el pueblo y, por último, terminó en el sillón de orejas de la abuela (que hubo que traer de su casa para él, cuando la desmantelamos), donde el viejo se sentaba por la mañana en un silencio desmesurado que sólo interrumpía con gemidos, por cierto cada vez más frecuentes, cuando se masturbaba.
Y aquí he llegado miserablemente a recordar, y no quería, el espectáculo al que yo, mientras hacía las labores del hogar, me enfrentaba a todas horas. No bien me ponía a limpiar el polvo de los muebles con la bayeta amarilla y marrón, el abuelo sentía mi sombra o mis movimientos. Y yo, con el rabillo del ojo y más asustada que avergonzada, o quizá al revés, le veía desabrocharse la bragueta y empezar dale que te pego hasta llegar a los suspiros y agarrar su pañuelo para enjugar con él y guardar en su interior el producto de ese acto vergonzoso que tanto me conturbaba.
—Por Dios, abuelo, que un día le va a pillar el niño, no haga usté esas cosas…
Y, mientras le decía esto, y mientras lo recordaba más tarde, no podía dejar de pensar en el pañuelo que yo misma, con mis manos, sin que Eunicio ni el abuelo reparasen en ello, tenía que separar del miembro cada noche para echarlo a la lavadora. Le ponía otro en el bolsillo, limpio, claro está, pues al día siguiente, teníamos la misma función.
Cuando yo le reñía, el abuelo reía (jiji, jaja), y sólo se contenía el tiempo necesario para que le acuciase la nueva gana de volver a empezar. Y, así, pasaba todo el día, de manera que, a las cuatro y media, cuando yo salía a buscar a Milo al colegio, dejaba al abuelo tapado con una manta desde las rodillas hasta el cuello para disimular su obsceno gesto, si bien no era posible en modo alguno pasar por alto sus gemidos. De manera que, cuando Milo, entraba en casa o luego, más tarde, sentado a la mesa de la cocina haciendo los deberes, me preguntaba insistente “¿Qué le pasa al abuelo, mamá?” Y yo no podía contestar más que:
—Cosas de viejo, cariño. Anda, ponte a tus deberes y vete a la ducha.
Sistema de evasión el mío que no pudo evitar, lo sé, que Milo comprendiera en qué pagos andaba el hombre. Aunque sí vislumbró, por muy pequeño que fuera, que no debía comentar esas cosas con nadie y menos con su padre, y al cabo de poco tiempo, el pobretico hasta a mí dejó de preguntarme.
No tuve agallas para dar explicaciones a Eunicio. Al fin y al cabo, se trataba de su padre. Seguramente mi marido habría tomado mis palabras acusadoras como falta de respeto o de consideración. Y, además, ¡desde cuándo los hombres se enteran de lo que pasa en su propia casa! Y menos Eunicio, que vivía pendiente de sus remordimientos, por lo de su madre, y de sus nostalgias, por lo de los tesoros de su caja. Y, por eso, por su ignorancia y por su desentendimiento y por mi cuidado de él (que no le falte nada a mi marido, que no se altere, me decía, y reconozco que no dejaba a la vez de pensar en mis oídos, con sus ruidos), el pobre hombre resultó estar viviendo en un lugar mágico y cerrado, ajeno y extraño para mí, que era su pensamiento, aunque en la realidad parecía vivir dentro de las paredes de nuestra casa.
Resumiendo, cuando mi Eunicio recobró su caja de tesoros tras el entierro del abuelo, cuando ya la tenía abierta a su disposición, también vio que Milo lo miraba con ojos de gato y yo, paralizada ante la presencia del pañuelo tieso y lleno de lo que sabemos, me quedé sin habla, preguntándome cómo había podido despistarme y guardar el pingo sucio precisamente en esa caja, cuando mi costumbre era: uno esconder el hecho a Eunicio y, si hubiera sido posible, al niño; y, dos: lavar ese pañuelo diariamente…
Estuvimos los tres en silencio más tiempo del que podría calcular.
Al cabo, se rompió el hechizo.
Y, entonces, Milo, ante los dedos en pinza de su padre dispuestos a recoger el pañuelo sucio y desabrazarlo de los objetos de su caja, y viéndolo arrobado en la contemplación de sus tesoros, con voz increíblemente limpia, ordenada y sabia, musitó:
—No lo toques, papá. Ese pañuelo está pringado del semen del abuelo.
Al instante, mis oídos empezaron su marea, y un rugir de viento y tempestad me llenó por dentro. Y, entonces, Milo que, solemne y tranquilo, abrazaba su propia caja de tesoros, la que yo le hice, entelada y —digamos— encofrada, se la tendió a Eunicio, diciendo:
—Papi: te la cambio. Mamá me lavará el pañuelo.