Mercado central

Afuera, llueve a mares. Parece mentira que llueva así en esta ciudad de luz. Casi se ha convertido en ciudad sumergida, con tanto charco.
-Hay que acostumbrarse -digo, cruzando a saltos hacia el mercado y, aún así, calándome los pies, la pernera del pantalón.
Y es que cada vez que llueve en Valencia, el agua nos pilla desprevenidos. Y más siendo Navidad. Hay tanto barullo.
Marian me mira y sonríe con esos ojos de estrella suyos tan hermosos, negros, con lucecitas escondidas en los rincones. Saboreo sus ojos, ¡me gustan! Marian es como de cera, de carne de oliva de Aragón, las aceitunas más sabrosas, tiernas, divertidas, Marian entera olivilla de Aragón, si fuesen blancas. Pero son sus ojos los que responden -ay qué luz, qué ternura para esta edad en la que ya no deberíamos esperar nada- que tan sólo dejemos que la vida vaya pasando.
Avanzamos en abrazos, como una pareja de enamorados jóvenes. Ella prendida a mi cintura, yo a la suya. Siento su piel debajo del poncho, tan cálida, tan suave, tan estremecida como la mía bajo su mano, cerca de la línea de mi cadera.
-Vamos escandalizando al personal -ríe Marian paseando la mirada por los puestos del mercado.
-Mejor -respondo-. ¿No te emociona, escandalizar a las señoras, a los vendedores, a la florista?
-Mira -y señala ella con su mano libre-: el de los frutos secos, la del puesto de avestruz, todos murmuran.
-Sólo nos falta salir en la radio, ¿eh?
Me mira.
La miro.
Pienso que así se calmará su vergüenza, le doy un beso blando en la sien, justo donde sus leves canas flotan al aire y lo desafían.
Ella ríe. Río yo.
Nos gusta el beso, el escándalo, el aire frío de las galerías, el color de los puestos de frutas y verduras, el olor de pollos, pavos y gallinas con aire navideño.
Nuestra verdad es un poco difícil de explicar. Estamos de compras pensando en el montón de celebraciones de estos días, a la vez con ganas y sin ganas de comprar comida, regalos, luces para el árbol, figuritas para el belén, velas de colores.
-Hay que comprar de todo -dijo Marian ayer.
-Bien -respondí yo-. Mañana pasamos por el Mercado Central y nos ocupamos de las fiestas.
-A ver -calculaba ella-, en Noche Buena ¿vienen tus hijos, no?
-Sí. Y en Navidad los tuyos -respondí riendo.
-¿Y los nuestros? ¿Cuándo vienen nuestros hijos? -preguntaba inquieta.
-Pongamos -susurré, posando otro beso junto a su sien de plata y aire limpio-, pongamos que vienen para el Año Nuevo.
Marian va y suelta una carcajada que vuelve a poner en murmullos a todos los vendedores y sus clientes. Porque ella y yo estamos en trámites de adopción y suponemos, sólo suponemos, que nos concederán un niño, tal vez dos, en algún momento del año que viene. En fin, no está nadie seguro de cuándo se podrá abrir el proceso. La ley es complicada y las agencias lo complican algo más, según los requisitos de cada país. Nos miramos de nuevo y, como soñando, volvemos a reír. ¡Qué fiesta de risas!
Por nuestra edad, podríamos adoptar un nieto, pero queremos un hijo, tal vez dos. Lo hemos hablado a fondo. No serán muy pequeños, pero serán niños, o niñas tal vez, no nos importa. Quiero decir, no adolescentes, no casi adultos que crecen tan rápido y se van a sus vidas felices o azarosas, nunca sabremos y, en parte, los perdemos o nos pierden.
En fin, especialmente desde que Marian y yo estamos en pareja, hay quienes lo entienden, otros que se ríen, otros que no se hacen cargo de nada. Entre nuestros amigos hay incluso quienes compadecen a nuestros hijos, los de ella, los míos, qué sé yo. Y ahora, de pronto, sin sentirla casi, llega la Navidad y todo se perdona; todo se reduce a reír, a turrones y ensalada de mangos dulces o de granadas desgranadas con escarola.
-No nos olvidemos de comprar la escarola y la granada −digo pensando en alta voz.
-Es verdad. En mi casa tomábamos la ensalada con azúcar.
-En la mía con aceite y vinagre.
-En la nuestra, haremos de las dos.
Así, entre beso y beso, apretón en la cintura, toquecillo en las caderas, bolsa de turrón aquí, verduras y hortalizas colgando allá, llenamos los brazos libres y riendo, riendo, salimos a la lluvia, con nuestra carga de viandas y de risas. Todo el mundo nos mira.
Yo la miro a ella.
El agua, esta lluvia pertinaz, desesperada, resbala por su frente y por mi frente, motivo de más para reír y besarnos en la boca en plena calle.
-¿Acaso no te molestan mis canas, mis arrugas? -pregunta Marian. Y veo que me mira un poco compungida.
Yo pienso: “Ay, nos queda tan poco tiempo de vida”. Y la nostalgia de no haberla encontrado veinte años antes me invade hasta las lágrimas, que resbalan con la lluvia y nadie ve.
Los surcos de mis propias arrugas se llenan como barrancos y, enteros, dulzones a la vez que tristes, con la pena del pasado y la alegría de tenerla a ella hoy, van a parar, completamente desbordados, hasta mi mar interior de nostalgias perdidas, donde guardo matrimonios anteriores, hijos, tantas vidas que no sé relatar.
Le respondo mezclando mis besos de lluvia con los suyos, con los paquetes que cuelgan de verduras empapadas, el turrón que se deshace, las bolsas de plástico que chorrean. Pregunto:
-Y a ti, mi amor, ¿acaso no te molestan mis ríos desbordados?
Entonces dice ella:
-No. No me molestan. Me gustan. Eres tú. La mujer que siempre soñé, harta de vida y desbordando amor.
Marian deja las bolsas en el suelo de la calle y toma mi cara empapada entre sus manos y me besa largamente y me envuelve con su aliento vital y con su risa y salimos de nuevo de los mares y los charcos del mercado hacia el coche, sin pensar más que en nuestra vida, ella y yo, sus hijos y mis hijos que vienen por Navidad, y nuestros hijos que, tal vez, al cambiar el año viejo por el nuevo, llegarán a nuestra casa antes de que, efectivamente, tengamos que adoptar nietos en vez de hijos de las dos.
De "Vivir es un laberinto", Amazon
-Hay que acostumbrarse -digo, cruzando a saltos hacia el mercado y, aún así, calándome los pies, la pernera del pantalón.
Y es que cada vez que llueve en Valencia, el agua nos pilla desprevenidos. Y más siendo Navidad. Hay tanto barullo.
Marian me mira y sonríe con esos ojos de estrella suyos tan hermosos, negros, con lucecitas escondidas en los rincones. Saboreo sus ojos, ¡me gustan! Marian es como de cera, de carne de oliva de Aragón, las aceitunas más sabrosas, tiernas, divertidas, Marian entera olivilla de Aragón, si fuesen blancas. Pero son sus ojos los que responden -ay qué luz, qué ternura para esta edad en la que ya no deberíamos esperar nada- que tan sólo dejemos que la vida vaya pasando.
Avanzamos en abrazos, como una pareja de enamorados jóvenes. Ella prendida a mi cintura, yo a la suya. Siento su piel debajo del poncho, tan cálida, tan suave, tan estremecida como la mía bajo su mano, cerca de la línea de mi cadera.
-Vamos escandalizando al personal -ríe Marian paseando la mirada por los puestos del mercado.
-Mejor -respondo-. ¿No te emociona, escandalizar a las señoras, a los vendedores, a la florista?
-Mira -y señala ella con su mano libre-: el de los frutos secos, la del puesto de avestruz, todos murmuran.
-Sólo nos falta salir en la radio, ¿eh?
Me mira.
La miro.
Pienso que así se calmará su vergüenza, le doy un beso blando en la sien, justo donde sus leves canas flotan al aire y lo desafían.
Ella ríe. Río yo.
Nos gusta el beso, el escándalo, el aire frío de las galerías, el color de los puestos de frutas y verduras, el olor de pollos, pavos y gallinas con aire navideño.
Nuestra verdad es un poco difícil de explicar. Estamos de compras pensando en el montón de celebraciones de estos días, a la vez con ganas y sin ganas de comprar comida, regalos, luces para el árbol, figuritas para el belén, velas de colores.
-Hay que comprar de todo -dijo Marian ayer.
-Bien -respondí yo-. Mañana pasamos por el Mercado Central y nos ocupamos de las fiestas.
-A ver -calculaba ella-, en Noche Buena ¿vienen tus hijos, no?
-Sí. Y en Navidad los tuyos -respondí riendo.
-¿Y los nuestros? ¿Cuándo vienen nuestros hijos? -preguntaba inquieta.
-Pongamos -susurré, posando otro beso junto a su sien de plata y aire limpio-, pongamos que vienen para el Año Nuevo.
Marian va y suelta una carcajada que vuelve a poner en murmullos a todos los vendedores y sus clientes. Porque ella y yo estamos en trámites de adopción y suponemos, sólo suponemos, que nos concederán un niño, tal vez dos, en algún momento del año que viene. En fin, no está nadie seguro de cuándo se podrá abrir el proceso. La ley es complicada y las agencias lo complican algo más, según los requisitos de cada país. Nos miramos de nuevo y, como soñando, volvemos a reír. ¡Qué fiesta de risas!
Por nuestra edad, podríamos adoptar un nieto, pero queremos un hijo, tal vez dos. Lo hemos hablado a fondo. No serán muy pequeños, pero serán niños, o niñas tal vez, no nos importa. Quiero decir, no adolescentes, no casi adultos que crecen tan rápido y se van a sus vidas felices o azarosas, nunca sabremos y, en parte, los perdemos o nos pierden.
En fin, especialmente desde que Marian y yo estamos en pareja, hay quienes lo entienden, otros que se ríen, otros que no se hacen cargo de nada. Entre nuestros amigos hay incluso quienes compadecen a nuestros hijos, los de ella, los míos, qué sé yo. Y ahora, de pronto, sin sentirla casi, llega la Navidad y todo se perdona; todo se reduce a reír, a turrones y ensalada de mangos dulces o de granadas desgranadas con escarola.
-No nos olvidemos de comprar la escarola y la granada −digo pensando en alta voz.
-Es verdad. En mi casa tomábamos la ensalada con azúcar.
-En la mía con aceite y vinagre.
-En la nuestra, haremos de las dos.
Así, entre beso y beso, apretón en la cintura, toquecillo en las caderas, bolsa de turrón aquí, verduras y hortalizas colgando allá, llenamos los brazos libres y riendo, riendo, salimos a la lluvia, con nuestra carga de viandas y de risas. Todo el mundo nos mira.
Yo la miro a ella.
El agua, esta lluvia pertinaz, desesperada, resbala por su frente y por mi frente, motivo de más para reír y besarnos en la boca en plena calle.
-¿Acaso no te molestan mis canas, mis arrugas? -pregunta Marian. Y veo que me mira un poco compungida.
Yo pienso: “Ay, nos queda tan poco tiempo de vida”. Y la nostalgia de no haberla encontrado veinte años antes me invade hasta las lágrimas, que resbalan con la lluvia y nadie ve.
Los surcos de mis propias arrugas se llenan como barrancos y, enteros, dulzones a la vez que tristes, con la pena del pasado y la alegría de tenerla a ella hoy, van a parar, completamente desbordados, hasta mi mar interior de nostalgias perdidas, donde guardo matrimonios anteriores, hijos, tantas vidas que no sé relatar.
Le respondo mezclando mis besos de lluvia con los suyos, con los paquetes que cuelgan de verduras empapadas, el turrón que se deshace, las bolsas de plástico que chorrean. Pregunto:
-Y a ti, mi amor, ¿acaso no te molestan mis ríos desbordados?
Entonces dice ella:
-No. No me molestan. Me gustan. Eres tú. La mujer que siempre soñé, harta de vida y desbordando amor.
Marian deja las bolsas en el suelo de la calle y toma mi cara empapada entre sus manos y me besa largamente y me envuelve con su aliento vital y con su risa y salimos de nuevo de los mares y los charcos del mercado hacia el coche, sin pensar más que en nuestra vida, ella y yo, sus hijos y mis hijos que vienen por Navidad, y nuestros hijos que, tal vez, al cambiar el año viejo por el nuevo, llegarán a nuestra casa antes de que, efectivamente, tengamos que adoptar nietos en vez de hijos de las dos.
De "Vivir es un laberinto", Amazon