Más acá del espejo

Me levanté, desganado, un poco antes de que sonara el despertador. No obstante mi diligencia, aquella era una de esas mañanas en que me habría quedado durmiendo hasta el siguiente amanecer, atrapado por una pereza contumaz que me escayolaba el cerebro dejándome, de paso, los miembros obturados.
No era sólo el apretamiento de mi cuerpo; era también la débil luz, que entraba por la ventana, de un tono extraño, azulado y mortecino, en vez de esa luz cálida del amanecer al que mi dormitorio me tiene acostumbrado. Sin demasiado empeño, sólo por comprobar qué ocurría, descorrí los visillos y vi la gran esfera dorada naciendo de la nada de un cielo-mar tenuemente blanco y rojo. No había explicación para la luz azul. Quise volver a la cama inmediatamente. Pero soy mi guarda, el vigilante de la playa de mis actos, y jamás me permitiría dormir más de ocho horas.
En el espejo de cuerpo entero que hay en mi dormitorio, noté algo indefinible, un rastro, un hilo, un toque, un movimiento, un reflejo, una huella, una marca, un indicio, una señal, no sé bien qué, algo, quizá, que esa luz fría y moribunda me sugirió. O pudiera ser que mi pensamiento, aún adormecido, se negase a despertar del todo y que el mundo del ensueño y la pesadilla no hubiesen acabado de asearse y guardarse en sus almarios hasta la noche.
En cualquier caso, fue algo apenas inquietante, apenas cierto, una sensación de sombra o de poder que creí captar como de pasada, como si realmente no existiéramos ni yo ni la fuerza que tiró de mí. Fuerza o…, tal vez mejor, llamarla sutil tensión, que alertó a mi corazón impulsándole a un galope diminuto dentro de su caja; pero no alertó a mis neuronas, que inmediatamente lo acallaron.
Sin darle mayor peso a esa sensación, continué mi camino hacia el baño. No bien hubiese terminado los indispensables gestos corporales de la mañana, me daría una ducha caliente y todo entraría, a través del rito del agua y el jabón, en las lindes de lo previsible, lo controlable; digamos, para entendernos, de lo normal.
Me senté en la taza y apliqué presencia absoluta al hecho de vaciar mis vísceras en el laberinto de aguas del sifón y la alcantarilla. Lo escatológico de la situación, como es natural, me alejó por completo de la incertidumbre que me había causado el hecho de pasar por delante del espejo de mi habitación. Pero, de pronto, me sentí impulsado a terminar cuanto antes para poder comprobar si también la luna del baño tenía un mensaje críptico para darme.
Me asomé a la brillante faz del espejo que, manso, reina encima del lavabo. Un rostro desconocido, azul, casi translúcido de tan luminoso, con una orla de magia o de terror, de dolor o de frío, me miraba sin expresión aparente de reconocimiento.
—Podías saludar, ¿eh?, ¡buenos días! —articulé ante mi propia cara, impasible, en el cristal.
Estará empañado, me dije. Y, sin pensar más, agarré un trozo de papel y me puse a enjugar la lámina de vidrio con una energía impropia del hombre semidormido y desaseado que era yo en ese instante. Ante mi sorpresa, el hombre del espejo, cada vez más azul, me sonrió.
—¿Tú de qué vas, borracho? —le grité de pronto. Y ante mi asombro, vi cómo le reventaba, en azul blanquecino, la parte frontal de la cabeza, justo donde —según decía un libro que leí hace años— se aloja el cerebro social, y empezó a crecerle un cuerno aún más azul que el azul de la luz que, tímida, entraba ya por las ventanas; más azul que el zarco del cielo; más azul que el índigo de los azulejos de la pared (por cierto, de un tono y volumen que mi familia encuentra ofensivos).
Alcancé a tocarme la frente y, no sólo no sentí nada, sino que tampoco vi mi mano, que debía haberse reflejado en simetría con mi gesto.
Un pánico desnudo, ciego y sordomudo, se apoderó de mí.
La figura del espejo sonreía, a pesar de todo, mientras su cuerno azul se abría paso por su cráneo y su piel, creciendo pausadamente, y él, como si nada pudiese alterar su semblante o su estado de ánimo, me convocaba con la voz y con un gesto de la mano que hizo imposible que yo ignorase su deseo ¡a pasar al otro lado del espejo!, ¡con él!
Al cabo, la curiosidad me pudo y cedí. Apretándome la frente (para controlar si en ella crecía un cuerno parecido al que adornaba la suya), pasé. Me costó un cierto esfuerzo, ya que tuve que subirme al lavabo, que chascó con un crack bastante revelador pero, al fin metiendo primero los pies, uno tras otro, y las piernas, y los brazos acompañando a la cabeza, en un torpe gesto de lanzarme en bomba al agua, de repente, me encontraba al lado de ese ser azul que era mi Yo del otro lado del espejo.
Para mi sorpresa, la luz inmediatamente adquirió un tinte de normalidad y desenfado. Mi Yo insistió en mostrarme lo que, de mi vida, se reflejaba, y fui con él a visitar la serie de Pabellones que hay al otro lado.
En el Pabellón del Desengaño estaban mis amigos. Vi que, en realidad, sólo me querían cuando me necesitaban, que venían a mi casa básicamente porque las barbacoas que celebrábamos en mi jardín eran sabrosas y divertidas… y ¡gratis!; además de una estupenda ocasión para ligar entre parejas.
—Distinto sería el caso si, en vez de usar a tus amigos como comodines sociales —explicó mi Yo—, les hubieses mostrado verdadero cariño, admiración y respeto; pero tú — me acusó—, siempre quieres brillar en los salones.
El Pabellón de la Traición me desveló que mi esposa mantenía una relación de cinco años con su antiguo novio, aquel que aún la perseguía cuando ella y yo decidimos casarnos.
—Diferente sería el caso —comentó mi Yo de pasada—, si hubieses escuchado a tu mujer en su necesidad de ser feliz y gestionar sus afectos a su manera; pero tú sólo piensas en que ella te sea “fiel” y “te acompañe”, en vez de pensar en su bienestar, tú, que tanto dices amarla.
El Pabellón del Trabajo a Tope me mostró que ni mi sueldo se correspondía con mi dedicación ni yo era mejor, como jefe o como trabajador, que el gran bloque de mis subordinados, pero sí mucho más hinchapelotas.
—Otra cosa sería, comentó mi Yo, si en vez de trabajar en jerarquía de salarios y responsabilidades hubierais decidido hacerlo en red, compartiendo logros, remuneración y esfuerzos, emulando a la naturaleza. ¿No te has apercibido de cómo se especializan las neuronas para el bien del organismo al que pertenecen, sin que pueda decirse que ninguna manda sobre otra?
El discurso de mi Yo, por qué negarlo, me estaba causando bastante inquietud. Así, inestable yo en mi sentir y severo conmigo mismo, mi Yo del espejo y yo, fuimos pasando de Pabellón en Pabellón. Conforme mi Yo me iba explicando la verdad del fondo de las situaciones de mi vida, el cuerno de su frente disminuía de tamaño y el azul de todo su ser se volvía más opaco.
Al fin, llegamos al Pabellón del Atardecer de la Vida, que es morada de la Muerte. Al abrir la puerta, una especie de llamarada, angustiosa y lenta, lamió el quicio, tan plácida, tan temible, que apenas conseguí escuchar a mi Yo decir:
—Otra cosa sería si hubieras recordado que vivir en presencia de la Muerte sólo significa beber la copa de la Vida hasta apurarla, como si cada minuto fuese a la vez el último y el primero.
Pero, ya dentro del Pabellón, se me erizaron los pelos de la nuca (preciso es aquí decir que en el tope de mi cabeza luzco una oronda calva) y vi que allí habitaban las guerras, los esqueletos de La Justicia, La Caridad y La Fe, las catástrofes, los políticos de derechas, los corruptos de las izquierdas y todos los demonios sociales que andan como duendes metidos entre nuestros zapatos, trasteando por los pliegues de la ropa y hasta hurgándonos en lo más hondo del ombligo. Ahí fue cuando sentí que ni mi cuerpo, que empezaba a volverse de cristal, ni mi alma, que escapaba despavorida por las sombras, tenían remedio.
Entonces, me di la vuelta y corrí, corrí, corrí. Al llegar a la lámina del espejo, mi Yo me daba alcance. Su cuerno, que ya no era azul, sino del propio color de mi piel, lucía descomunal en medio de su frente. Me impulsé y, lleno de pánico, de angustia, de urgente necesidad de escapar a esa realidad insoportable que había descubierto acerca de mí, me lancé de cabeza.
Caí.
Al golpe, el lavabo se desmoronó como un estante de polvo y miedo. Sin mirar el desastre ni la boca del espejo de mi dormitorio, por no ver el cambio que pudiera haberse operado en mí, me vestí rápidamente y salí sin desayunar.
En el metro, camino de mi trabajo, iba pensando que tendría que acercarme a un comercio y adquirir una tela, de cualquier color, menos azul, para tapar todos los espejos de mi casa. No yo, pero sí Lo Normal, impalpable y cómodo, había regresado por fin a situarse en la vida de este lado del espejo. Respiré hondo. Pero… al pasar por delante de un escaparate, mi vista se resbaló sobre mi reflejo.
Vi, enhiesto y acusador, contundente y sólido, luminoso, inequívoco, un enorme cuerno, perfectamente asentado, en el centro de mi frente.