Carta a Florinda Tobal harari
Amiga:
te fuiste sin decirme nada.
¡Te extraño! Me sale así:
en la lengua de tu tierra, que canta en mi corazón.
¡Amiga: te extraño tanto!
Quería haber ido a abrazarte, sabes.
Pero la distancia, los quehaceres o las cosas de la tierra me han distraído de ti.
Me duele porque estaba entre mis letras y mi casa…
mientras morías…
Florinda, las lágrimas no me dejar ver.
Donde estés ahora
mira por favor mi corazón pegado al tuyo.
dándote gracias por tu entusiasmo, tu fuerza, tu cariño, tu ser, extrañándote, regresándote, volviendo a ti, empeñándome en pensarte.
Florinda Tobal, se me quedó guardado esto:
¿Tú recuerdas que curé con sueños la pena de mis hijos adoptados cuando sentían que su país se los llevaba por las noches, recuerdas cómo los convoqué a soñar la libertad y sus almas regresaron a nuestra casa y me dijiste: “¡Escríbelo, escribe un libro. Los niños lo merecen!”?
Escribí esta novela. España
es el país de sueño donde los niños se salvan,
también gracias a ti. Tiene un buen final.
Como tú querías. Para así darles la fuerza de vivir.
Escribí el libro y es tu libro, porque lo impulsó tu amor.
Con mi entusiasmo y mis lágrimas guardadas, te lo entrego. Lo pongo
en tus manos y te lo leo con el amor que tú nos dabas,
lo leo para ti, besando tu frente hermosa,
acariciando las estrellas que te envuelven,
instalada en ti lo leo, para ti. Cuando termine, Harari,
mi corazón quedará contigo donde tú guardas el mío;
pues también guardas, lo sé, las almas de estos niños
que has ayudado a crecer.
Gracias siempre, gracias
con el amor, con la vida
que mis lágrimas no pueden borrar. Y así, Florinda,
entre palabras y llanto, te abrazo el alma.
te fuiste sin decirme nada.
¡Te extraño! Me sale así:
en la lengua de tu tierra, que canta en mi corazón.
¡Amiga: te extraño tanto!
Quería haber ido a abrazarte, sabes.
Pero la distancia, los quehaceres o las cosas de la tierra me han distraído de ti.
Me duele porque estaba entre mis letras y mi casa…
mientras morías…
Florinda, las lágrimas no me dejar ver.
Donde estés ahora
mira por favor mi corazón pegado al tuyo.
dándote gracias por tu entusiasmo, tu fuerza, tu cariño, tu ser, extrañándote, regresándote, volviendo a ti, empeñándome en pensarte.
Florinda Tobal, se me quedó guardado esto:
¿Tú recuerdas que curé con sueños la pena de mis hijos adoptados cuando sentían que su país se los llevaba por las noches, recuerdas cómo los convoqué a soñar la libertad y sus almas regresaron a nuestra casa y me dijiste: “¡Escríbelo, escribe un libro. Los niños lo merecen!”?
Escribí esta novela. España
es el país de sueño donde los niños se salvan,
también gracias a ti. Tiene un buen final.
Como tú querías. Para así darles la fuerza de vivir.
Escribí el libro y es tu libro, porque lo impulsó tu amor.
Con mi entusiasmo y mis lágrimas guardadas, te lo entrego. Lo pongo
en tus manos y te lo leo con el amor que tú nos dabas,
lo leo para ti, besando tu frente hermosa,
acariciando las estrellas que te envuelven,
instalada en ti lo leo, para ti. Cuando termine, Harari,
mi corazón quedará contigo donde tú guardas el mío;
pues también guardas, lo sé, las almas de estos niños
que has ayudado a crecer.
Gracias siempre, gracias
con el amor, con la vida
que mis lágrimas no pueden borrar. Y así, Florinda,
entre palabras y llanto, te abrazo el alma.
Un país para un sueño
Capítulo I: Quedarse con los grifos
Llegamos con los niños a
Zarzalejo el 15 de noviembre de 1996 a las cuatro de la madrugada. Era domingo.
Hacía frío. Los papás estábamos doblados de cansancio. Durante el viaje, pensaba
en nuestra casa, que estaría helada, y deseaba por encima de todo poder
meternos enseguida en la cama, bajo los edredones de pluma que había dejado
preparados al marchar. Pero los niños eran infatigables. Con sus seis y siete
años parecían dos ratoncillos nocturnos corriendo por todas partes, alterando
el orden propio de una casa sin niños, de paredes blancas, armarios ordenados,
sofá en reposo.
Ellos, claro, no sabían nada de esas cosas.
Me preguntaba, “¿qué habrá dentro de sus cabecitas, qué mueve esas piernas, esas manos, esos deditos destructores?” Pero daba igual, pues ellos hablaban en su lengua incomprensible y yo les devolvía a ellos sonidos sin sentido.
Antes de llegar a Madrid, habíamos pasado unos días en Sofía con ellos. Mi marido y yo sacábamos cada uno varios pares de manos de cualquier sitio para agarrar sus manecitas que todo lo tocaban, sujetar sus pies que daban patadas a los coches en marcha, tratando de explicarles que éramos sus nuevos papás, que íbamos a quererles mucho. Pero era inútil. Ellos corrían más, llegaban antes que nosotros a escaleras siempre rodantes, a ruedas peligrosísimas de camiones en marcha, a lo alto de monumentos insalvables de donde los rescataba un policía ceñudo que decía algo de tatko, maika, que ellos gritaban a los cuatro vientos. Sabíamos que esas palabras eran padre y madre en su lengua, pero yo entendía que los niños decían a los viandantes que no sabíamos ser como ellos esperaban; decían que éramos sus nuevos padres extranjeros e ignorantes y que, por tanto, ellos podían hacer lo que quisieran. A veces me parecía que gritaban que nos habían comprado a fuerza de tanto esperar que llegásemos a rescatarlos. Toda Bulgaria nos miraba con desaprobación.
Las palabras que se perdían en el aire crecían en nuestra imaginación, se confundían con ilegibles nombres de calles principales, sonrisas de camareras condescendientes y ofendidas, tal vez divertidas, cómo saberlo, al observar los extraordinariamente malos modales de los niños a la mesa.
Sus cabezas mágicas de niños, luego lo supe, habían organizado la explicación de que éramos sus auténticos padres desaparecidos que, por fin, habíamos sido encontrados en España. Así trataban ellos de borrar las carencias, los días de abandono, el orfanato y su crueldad. Tenían poco que objetar, me dije, a la aventura de la lengua y del país extranjero.
Pasé meses haciendo carreras por las noches con el búlgaro. Quise aprender lo que de día luego les diría. Suavizar, me decía, lo trágico de conocer a mamá a los seis o siete años y no entender siquiera algo de lo que dice. Saber contarles un cuento al llevarlos a la cama, preguntarles: “¿Dónde te duele?”, “¿estás contento?” y entender su respuesta; ir a dar un paseo o a nadar y poder comprendernos al pronunciar: “Esto me gusta”; darles los buenos días, saber explicarles qué hay para comer. Objetivos de urgencia que logré salvar justo a su llegada.
Pero no estaba preparada para la tempestad que se me abalanzó con los niños.
Eran las cuatro de la mañana cuando llegamos. Era domingo.
Nada más entrar en casa, corrieron por todas partes a poner en marcha el lavaplatos, la lavadora, soltar el gas de la cocina, encender las luces, abrir los grifos, meter a la gata en la taza del váter y soltarle la tapa contra las manos peludas, cortar las hojas de todas las plantas a ras del tallo.
Cuando se quedaron dormidos, amanecía.
Me desperté a las seis. Milen lloraba en su cama.
-Mamá, maika -decía-, no quiero dormir, porque me voy con Ellos. Quiero quedarme aquí, en esta casa, contigo. Pero Ellos me agarran y me llevan.
-¿Quiénes son ellos? -preguntaba yo.
-Ellos, mis amigos, los niños del orfanato. Quieren que me quede allí. Me duermo y me agarran, me arrastran, me llevan. Pero yo quiero estar aquí contigo, en esta casa de España.
Lloraba y luego se levantaba y se ponía a tocar el piano y a cantar.
Pulsaba sólo las teclas negras. Producía una especie de melopea quebrada, abrumadora. Cantaba canciones tristes en búlgaro, que sacaban lágrimas de muy adentro de él y de mí. Milen cantaba y Yon escuchaba sentado en el suelo con el pulgar en la boca, chupándolo como un bebé. Eran canciones sobre perritos, sobre colores, sobre bailes, sobre amores perdidos, mamás de ensueño, adioses, montañas nevadas de Bulgaria. Milen colocaba el póster que yo le había regalado con las fotos de sus amigos del orfanato delante del piano y se sentaba a tocar notas sin fin mientras cantaba, mirándoles a la cara, mientras sus lágrimas resbalaban hasta empapar su camiseta blanca. Decía:
-Hoy les he cantado muchas canciones, hoy no me van a agarrar, hoy no me llevan con ellos.
Yo seguía detrás de él, de la mano de Yon, intentando cantar sus canciones mientras me secaba los ojos-fuente, sujetando la voz para que no quebrase.
Después de cantar, los niños reanudaban juntos sus tropelías, hacían pis en el sofá, rompían cosas, montaban a las perras dándoles golpes con el talón en los flancos, agarrándolas por las orejas. Las perras miraban. Si no me veían cerca, revolcaban a los niños por la arena del jardín: a veces, terminaban remojados en el estanque de la fuente solar, entre los nenúfares.
Milen y Yon encontraban por todas partes peligros que nunca existieron antes: herramientas cortantes, astillas, cosas oxidadas, patines inservibles. De repente, nada era seguro en aquella casa donde siempre hubo paz.
Pasaban los días, los niños saltaban por escaleras y ventanas.
Pasaban las noches, mi búlgaro progresaba.
Días y días cantando y llorando sin parar.
Noches y noches metiendo en mi cabeza palabras raras para hacerlas mías y poder intercambiarlas con ellos en las horas de luz.
Al acostarlos, llenaba de besos y cuentos sus frentes y Milen, cada día, me explicaba:
-Digo a los niños que no me agarren, que no me lleven, que les quiero mucho, pero que me dejen: quiero quedarme aquí, en esta España, donde tus besos.
Porque había otra España, la de las plantas rotas, la de los grifos abiertos, el gas, las herramientas roñosas y los peligros insalvables.
Ellos contaban cosas de su Bulgaria. Sobre todo, escenificaban momentos donde el horror de sus vivencias era el amo, el controlador de casi todas sus Españas.
Un día encontraron veneno para ratas en la leñera y lo mezclaron con el pienso de las perras. Pero ¡cómo explicarles!, ¡cómo se dice rata, veneno, dolor de barriga, muerte, en búlgaro!
Corro como loca a buscar el diccionario.
En mi diccionario hay ilustraciones pequeñitas de ratas negras de alcantarilla, ratoncillos de bosque divertidos. ¡Bolí, bolí!, les grito, apretando la barriga -¡duele, duele!- miska, bdoej -ratón, rata-, morir, muertos, kuchite mrtovi! -¡los perros muertos!-. Era imposible hacer frases coherentes, volcar el pienso envenenado en la basura, sujetar las piernas locas de los niños, sus manos más listas que yo, hacerles mirar las ilustraciones del diccionario, mantener la calma.
Yon quebró. Dijo:
-No me pegas, no me quieres. Pégame.
Milen agarró el teléfono,
-Lelia Eretskova -gritaba al auricular- ven a pegarme, mamá no me quiere.
Era triste entender lo que decían.
Quise cambiar la escena.
-Vamos a tender la ropa, vamos a jugar al jardín.
Pero Yon insistía:
-Pégame, pégame.
Y se daba golpes en la cabeza con el poste del tendedero, con las piedras del suelo, con las ruedas oxidadas, con los troncos de los abedules. Corría desesperado por el jardín gritando: “Pégame, pégame”.
-Quiere morir -decía Milen-, como las ratas.
De pronto no pude más.
Yo también quise morir. No haber traído a mi vida a esos pequeños enfadados, niños tristes y alegres, niños salvajes y golpeados. Y, como las de Milen cuando cantaba ante el piano, mis lágrimas me corrían por la cara, cuello abajo hasta mojar mi camiseta.
Verme llorar los dejó en blanco. Milen me tomó de la mano.
-Maika -dijo- obichas li mene? -Madre, ¿me quieres?-.
Yon lo miró y me miró, de pronto comprendiendo.
-No me pegas, me quieres -insistió.
Al salir por el campo de paseo, me explicaron su vivencia en el orfanato. Se explicaban corporalmente: Milen con un palo, Yon con una piedra. Se daban golpes virtuales, ¡Pah! ¡Pah!, golpes en la espalda, en la cara, en la cabeza, apuñalando los brazos, las piernas, la barriga, sin tocarse, llorando.
De pronto, yo era de hierro, un ser hecho coraza contemplando esa demostración evidente de cómo habían esperado que les pegara yo, al modo de sus antiguas cuidadoras, si es que los quería.
Nos abrazamos cuando mi corazón no supo soportar más las muestras del abismo que eran los niños. Yo era también ya un dolor vivo metido dentro de mi casa.
Por la noche soñábamos los tres.
Yo me iba a ese orfanato de Paradzik y me encaraba con las maestras, con Andreievna, con Eretskova, con Bestova, Irina y Rositza. Con un dedo levantado y máxima autoridad les pedía cuentas del desamor, de la deseducación, de los golpes, de los años de abandono de mis nuevos hijos. Yon, lloraba con el pulgar en la boca. En un mar de lágrimas y pipí, era un rebujito de piernas sobre el colchón mojado, meciéndose sin parar. Milen, peleando con sus amigos del orfanato, sacudía la cabeza contra la pared.
-¡Que no, que no! -les gritaba en su sueño- ¡Que no quiero estar más con vosotros! ¿Qué hago, mamá, cómo les digo que me hagan caso, que no quiero volver allí?
Juntos planeamos un sueño.
-Iremos allí los dos -le dije-. Yo les diré que soy tu madre, que quiero vivir contigo y con Yon aquí, en España; les daremos una fiesta, les diremos adiós.
-Alguien me romperá otra vez tu foto en el sueño -dijo él.
-Sí, Milen, ya sé que rompieron nuestras fotos, pero no importa. Yo estoy aquí. Esto es España. Soy mamá. Tu maika. Y tenemos a papá y las perras y tu dormitorio y Yon y la sopa.
-¿Y si me agarran?
-Les diremos que te suelten. Yo se lo diré.
Por la mañana, por fin, un día, Milen se levanta radiante de sonrisas.
-Se han ido todos -me dice- se quedan en Bulgaria. Ellos, todos, se quedan. Estás tú conmigo, maika, Me abrazas, Con el dedo les dices que me quedo aquí contigo, en esta España. Ellos en Bulgaria. Merendamos. Nos reímos. Adiós, adiós, grito a todos. Y no lloro. Me voy con mi madre, les digo, me quedo con mi maika, que me quiere sin pegarme, ni a Yon. Nos quedamos aquí, nos quedamos con los grifos y las plantas, es esta misma España nuestra.
Compra Un país para un sueño en Amazon
Ellos, claro, no sabían nada de esas cosas.
Me preguntaba, “¿qué habrá dentro de sus cabecitas, qué mueve esas piernas, esas manos, esos deditos destructores?” Pero daba igual, pues ellos hablaban en su lengua incomprensible y yo les devolvía a ellos sonidos sin sentido.
Antes de llegar a Madrid, habíamos pasado unos días en Sofía con ellos. Mi marido y yo sacábamos cada uno varios pares de manos de cualquier sitio para agarrar sus manecitas que todo lo tocaban, sujetar sus pies que daban patadas a los coches en marcha, tratando de explicarles que éramos sus nuevos papás, que íbamos a quererles mucho. Pero era inútil. Ellos corrían más, llegaban antes que nosotros a escaleras siempre rodantes, a ruedas peligrosísimas de camiones en marcha, a lo alto de monumentos insalvables de donde los rescataba un policía ceñudo que decía algo de tatko, maika, que ellos gritaban a los cuatro vientos. Sabíamos que esas palabras eran padre y madre en su lengua, pero yo entendía que los niños decían a los viandantes que no sabíamos ser como ellos esperaban; decían que éramos sus nuevos padres extranjeros e ignorantes y que, por tanto, ellos podían hacer lo que quisieran. A veces me parecía que gritaban que nos habían comprado a fuerza de tanto esperar que llegásemos a rescatarlos. Toda Bulgaria nos miraba con desaprobación.
Las palabras que se perdían en el aire crecían en nuestra imaginación, se confundían con ilegibles nombres de calles principales, sonrisas de camareras condescendientes y ofendidas, tal vez divertidas, cómo saberlo, al observar los extraordinariamente malos modales de los niños a la mesa.
Sus cabezas mágicas de niños, luego lo supe, habían organizado la explicación de que éramos sus auténticos padres desaparecidos que, por fin, habíamos sido encontrados en España. Así trataban ellos de borrar las carencias, los días de abandono, el orfanato y su crueldad. Tenían poco que objetar, me dije, a la aventura de la lengua y del país extranjero.
Pasé meses haciendo carreras por las noches con el búlgaro. Quise aprender lo que de día luego les diría. Suavizar, me decía, lo trágico de conocer a mamá a los seis o siete años y no entender siquiera algo de lo que dice. Saber contarles un cuento al llevarlos a la cama, preguntarles: “¿Dónde te duele?”, “¿estás contento?” y entender su respuesta; ir a dar un paseo o a nadar y poder comprendernos al pronunciar: “Esto me gusta”; darles los buenos días, saber explicarles qué hay para comer. Objetivos de urgencia que logré salvar justo a su llegada.
Pero no estaba preparada para la tempestad que se me abalanzó con los niños.
Eran las cuatro de la mañana cuando llegamos. Era domingo.
Nada más entrar en casa, corrieron por todas partes a poner en marcha el lavaplatos, la lavadora, soltar el gas de la cocina, encender las luces, abrir los grifos, meter a la gata en la taza del váter y soltarle la tapa contra las manos peludas, cortar las hojas de todas las plantas a ras del tallo.
Cuando se quedaron dormidos, amanecía.
Me desperté a las seis. Milen lloraba en su cama.
-Mamá, maika -decía-, no quiero dormir, porque me voy con Ellos. Quiero quedarme aquí, en esta casa, contigo. Pero Ellos me agarran y me llevan.
-¿Quiénes son ellos? -preguntaba yo.
-Ellos, mis amigos, los niños del orfanato. Quieren que me quede allí. Me duermo y me agarran, me arrastran, me llevan. Pero yo quiero estar aquí contigo, en esta casa de España.
Lloraba y luego se levantaba y se ponía a tocar el piano y a cantar.
Pulsaba sólo las teclas negras. Producía una especie de melopea quebrada, abrumadora. Cantaba canciones tristes en búlgaro, que sacaban lágrimas de muy adentro de él y de mí. Milen cantaba y Yon escuchaba sentado en el suelo con el pulgar en la boca, chupándolo como un bebé. Eran canciones sobre perritos, sobre colores, sobre bailes, sobre amores perdidos, mamás de ensueño, adioses, montañas nevadas de Bulgaria. Milen colocaba el póster que yo le había regalado con las fotos de sus amigos del orfanato delante del piano y se sentaba a tocar notas sin fin mientras cantaba, mirándoles a la cara, mientras sus lágrimas resbalaban hasta empapar su camiseta blanca. Decía:
-Hoy les he cantado muchas canciones, hoy no me van a agarrar, hoy no me llevan con ellos.
Yo seguía detrás de él, de la mano de Yon, intentando cantar sus canciones mientras me secaba los ojos-fuente, sujetando la voz para que no quebrase.
Después de cantar, los niños reanudaban juntos sus tropelías, hacían pis en el sofá, rompían cosas, montaban a las perras dándoles golpes con el talón en los flancos, agarrándolas por las orejas. Las perras miraban. Si no me veían cerca, revolcaban a los niños por la arena del jardín: a veces, terminaban remojados en el estanque de la fuente solar, entre los nenúfares.
Milen y Yon encontraban por todas partes peligros que nunca existieron antes: herramientas cortantes, astillas, cosas oxidadas, patines inservibles. De repente, nada era seguro en aquella casa donde siempre hubo paz.
Pasaban los días, los niños saltaban por escaleras y ventanas.
Pasaban las noches, mi búlgaro progresaba.
Días y días cantando y llorando sin parar.
Noches y noches metiendo en mi cabeza palabras raras para hacerlas mías y poder intercambiarlas con ellos en las horas de luz.
Al acostarlos, llenaba de besos y cuentos sus frentes y Milen, cada día, me explicaba:
-Digo a los niños que no me agarren, que no me lleven, que les quiero mucho, pero que me dejen: quiero quedarme aquí, en esta España, donde tus besos.
Porque había otra España, la de las plantas rotas, la de los grifos abiertos, el gas, las herramientas roñosas y los peligros insalvables.
Ellos contaban cosas de su Bulgaria. Sobre todo, escenificaban momentos donde el horror de sus vivencias era el amo, el controlador de casi todas sus Españas.
Un día encontraron veneno para ratas en la leñera y lo mezclaron con el pienso de las perras. Pero ¡cómo explicarles!, ¡cómo se dice rata, veneno, dolor de barriga, muerte, en búlgaro!
Corro como loca a buscar el diccionario.
En mi diccionario hay ilustraciones pequeñitas de ratas negras de alcantarilla, ratoncillos de bosque divertidos. ¡Bolí, bolí!, les grito, apretando la barriga -¡duele, duele!- miska, bdoej -ratón, rata-, morir, muertos, kuchite mrtovi! -¡los perros muertos!-. Era imposible hacer frases coherentes, volcar el pienso envenenado en la basura, sujetar las piernas locas de los niños, sus manos más listas que yo, hacerles mirar las ilustraciones del diccionario, mantener la calma.
Yon quebró. Dijo:
-No me pegas, no me quieres. Pégame.
Milen agarró el teléfono,
-Lelia Eretskova -gritaba al auricular- ven a pegarme, mamá no me quiere.
Era triste entender lo que decían.
Quise cambiar la escena.
-Vamos a tender la ropa, vamos a jugar al jardín.
Pero Yon insistía:
-Pégame, pégame.
Y se daba golpes en la cabeza con el poste del tendedero, con las piedras del suelo, con las ruedas oxidadas, con los troncos de los abedules. Corría desesperado por el jardín gritando: “Pégame, pégame”.
-Quiere morir -decía Milen-, como las ratas.
De pronto no pude más.
Yo también quise morir. No haber traído a mi vida a esos pequeños enfadados, niños tristes y alegres, niños salvajes y golpeados. Y, como las de Milen cuando cantaba ante el piano, mis lágrimas me corrían por la cara, cuello abajo hasta mojar mi camiseta.
Verme llorar los dejó en blanco. Milen me tomó de la mano.
-Maika -dijo- obichas li mene? -Madre, ¿me quieres?-.
Yon lo miró y me miró, de pronto comprendiendo.
-No me pegas, me quieres -insistió.
Al salir por el campo de paseo, me explicaron su vivencia en el orfanato. Se explicaban corporalmente: Milen con un palo, Yon con una piedra. Se daban golpes virtuales, ¡Pah! ¡Pah!, golpes en la espalda, en la cara, en la cabeza, apuñalando los brazos, las piernas, la barriga, sin tocarse, llorando.
De pronto, yo era de hierro, un ser hecho coraza contemplando esa demostración evidente de cómo habían esperado que les pegara yo, al modo de sus antiguas cuidadoras, si es que los quería.
Nos abrazamos cuando mi corazón no supo soportar más las muestras del abismo que eran los niños. Yo era también ya un dolor vivo metido dentro de mi casa.
Por la noche soñábamos los tres.
Yo me iba a ese orfanato de Paradzik y me encaraba con las maestras, con Andreievna, con Eretskova, con Bestova, Irina y Rositza. Con un dedo levantado y máxima autoridad les pedía cuentas del desamor, de la deseducación, de los golpes, de los años de abandono de mis nuevos hijos. Yon, lloraba con el pulgar en la boca. En un mar de lágrimas y pipí, era un rebujito de piernas sobre el colchón mojado, meciéndose sin parar. Milen, peleando con sus amigos del orfanato, sacudía la cabeza contra la pared.
-¡Que no, que no! -les gritaba en su sueño- ¡Que no quiero estar más con vosotros! ¿Qué hago, mamá, cómo les digo que me hagan caso, que no quiero volver allí?
Juntos planeamos un sueño.
-Iremos allí los dos -le dije-. Yo les diré que soy tu madre, que quiero vivir contigo y con Yon aquí, en España; les daremos una fiesta, les diremos adiós.
-Alguien me romperá otra vez tu foto en el sueño -dijo él.
-Sí, Milen, ya sé que rompieron nuestras fotos, pero no importa. Yo estoy aquí. Esto es España. Soy mamá. Tu maika. Y tenemos a papá y las perras y tu dormitorio y Yon y la sopa.
-¿Y si me agarran?
-Les diremos que te suelten. Yo se lo diré.
Por la mañana, por fin, un día, Milen se levanta radiante de sonrisas.
-Se han ido todos -me dice- se quedan en Bulgaria. Ellos, todos, se quedan. Estás tú conmigo, maika, Me abrazas, Con el dedo les dices que me quedo aquí contigo, en esta España. Ellos en Bulgaria. Merendamos. Nos reímos. Adiós, adiós, grito a todos. Y no lloro. Me voy con mi madre, les digo, me quedo con mi maika, que me quiere sin pegarme, ni a Yon. Nos quedamos aquí, nos quedamos con los grifos y las plantas, es esta misma España nuestra.
Compra Un país para un sueño en Amazon