Sobre el perdón y quiénes somos las personas
Como fui educada en el valor de pedir perdón, cuando hago algo mal, me equivoco o no consigo llegar a cumplir mis
compromisos, he pasado años y años pidiendo perdón por todo, hasta por
existir y ser “así”: a veces molesta, a veces diferente, a veces peculiar o incomprensible;
pero siempre queriendo el imposible de hacer las cosas bien.
Un día encontré a alguien que, cada vez que me equivocaba y yo le pedía perdón, me decía, sabio e incansable: “Pide perdón sólo a Dios; y ¡después de pecar!”. Y, a pesar de lo bravo de su muletilla, me hizo pensar.
De repente, ya no soy un ser que yerra y pide perdón —a dios o a sus mandatarios— porque merezca ser perdonada ni porque esas personas puedan perdonarme. Después de todo, ¿no es absurdo pensar que alguien, que es mi igual y que también a veces se equivoca, pueda o deba perdonarme? ¿Quién es quién para perdonar a una igual? ¿No es soberbio pensar que yo o tú somos alguien para perdonar a otra persona? Porque, en el fondo, si somos iguales y si no podemos evitar equivocarnos, al final, más que perdonar, deberíamos tener compasión de esa fragilidad a la que las personas estamos todas sometidas por el mero hecho de ser humanas. Cuando los latinos decían; “Errare humanum est”, no querían decir lo que suele interpretarse, que errar es humano; sino que no es posible no errar, siendo un ser humano.
Pienso que hay —simplificando por supuesto— en los extremos del espectro dos tipos de personas: las que se equivocan y por equivocarse hacen daño; y las que, queriendo hacer daño, lo hacen conscientemente (éstas últimas, por cierto, como también se equivocan, de vez en cuando hacen bien a otras personas sin querer). Razono que las personas que pretenden hacer daño no van a pedir perdón, y, si lo piden, será siempre un perdón falsario y mentiroso que sólo se propone lustre personal.
Pero quienes queriendo hacer las cosas bien nos equivocamos no deberíamos pedir perdón, sino consuelo; decir algo así como: “uf, me equivoqué, me salió mal, por favor, consuélame”. Porque bastante desgracia tenemos con nuestro error para encima merecer castigo, humillación o vergüenza por habernos equivocado; y, no siendo dioses, lo que nuestros iguales sí pueden darnos es comprensión, apoyo y cuidado. Sobre todo para poder seguir adelante como personas dignas, capaces de sonreírnos las unas a las otras y seguir marchando adelante con nuestros éxitos y nuestras fragilidades.
Un día encontré a alguien que, cada vez que me equivocaba y yo le pedía perdón, me decía, sabio e incansable: “Pide perdón sólo a Dios; y ¡después de pecar!”. Y, a pesar de lo bravo de su muletilla, me hizo pensar.
De repente, ya no soy un ser que yerra y pide perdón —a dios o a sus mandatarios— porque merezca ser perdonada ni porque esas personas puedan perdonarme. Después de todo, ¿no es absurdo pensar que alguien, que es mi igual y que también a veces se equivoca, pueda o deba perdonarme? ¿Quién es quién para perdonar a una igual? ¿No es soberbio pensar que yo o tú somos alguien para perdonar a otra persona? Porque, en el fondo, si somos iguales y si no podemos evitar equivocarnos, al final, más que perdonar, deberíamos tener compasión de esa fragilidad a la que las personas estamos todas sometidas por el mero hecho de ser humanas. Cuando los latinos decían; “Errare humanum est”, no querían decir lo que suele interpretarse, que errar es humano; sino que no es posible no errar, siendo un ser humano.
Pienso que hay —simplificando por supuesto— en los extremos del espectro dos tipos de personas: las que se equivocan y por equivocarse hacen daño; y las que, queriendo hacer daño, lo hacen conscientemente (éstas últimas, por cierto, como también se equivocan, de vez en cuando hacen bien a otras personas sin querer). Razono que las personas que pretenden hacer daño no van a pedir perdón, y, si lo piden, será siempre un perdón falsario y mentiroso que sólo se propone lustre personal.
Pero quienes queriendo hacer las cosas bien nos equivocamos no deberíamos pedir perdón, sino consuelo; decir algo así como: “uf, me equivoqué, me salió mal, por favor, consuélame”. Porque bastante desgracia tenemos con nuestro error para encima merecer castigo, humillación o vergüenza por habernos equivocado; y, no siendo dioses, lo que nuestros iguales sí pueden darnos es comprensión, apoyo y cuidado. Sobre todo para poder seguir adelante como personas dignas, capaces de sonreírnos las unas a las otras y seguir marchando adelante con nuestros éxitos y nuestras fragilidades.