Ser amarga
Mara se enteró del significado de su nombre en el colegio
cuando tenía siete años.
—Significa “amarga”. Me lo ha dicho mi madre —le explicó nada amablemente su mejor amiga.
—¿Y tu madre qué sabe?
—Lo sabe. Lo ha estudiado.
Cuando llegó a casa, Mara quiso saber la verdad.
—Pues… no sé, Marita —farfulló la abuela mientras le preparaba la merienda; y le atusó el flequillo suspirado, como si su ser amarga se fuese a borrar de ese preciso lugar encima de la frente o como si el hecho de que se le borrase de allí pudiera significar que, en realidad, ella, en su sustancia y en su ser, no tenía más que dulzura.
Su mamá le había repetido, desde que ella podía recordar, que era dulce como la miel, dulce como el arroz con leche, dulce como el caramelo, como las puntitas de los estambres del pan y quesillo o de la madreselva del jardín, dulce como la melaza, que tanto le gustaba sobre su tostada de mantequilla para desayunar.
Mara solía ir peinada con unas trencitas bien ordenadas que no daban lugar a dudas: su mamá parecía plancharla por las mañanas antes de llevarla a la guardería; y ese ir así, pulida, retocada, primorosa, había sido siempre su mayor orgullo y su consuelo. La dulzura, que tanto le recalcaba su mamá, quedaba trenzada entre sus trenzas, adornada con lacitos de colores, salpicándole la cara como el agua de verano, jugando con sus ojos y su boca.
Y, de repente, era amarga.
El consuelo del flequillo despeinado por la abuela no podía consolarla. Al fin y al cabo, la abuela no sabía lo dulce que era ella, lo sabrosa y genuinamente deliciosa que podía sentirse cuando su mamá la cuidaba.
Dos años antes, mamá se había muerto.
No fue una de esas muertes que angustian a todos porque son largas o dolorosas o desesperantes como en una pesadilla, no. Mamá tuvo la ocurrencia de morirse dormida por la mañana, mientras ella estaba en clase. Por lo visto, le explicó la abuela, mamá se sintió mal, se acostó en el sofá a descansar un ratito, y se murió. Y Mara tuvo la suerte de encontrar a la abuela ya ocupándose de todo cuando ella llegó a casa. Más bien, no “llegó”, sino la fue a buscar al colegio la propia abuela, para cuidarla y acariciarla y hacerle pensar que no importaba nada que mamá se hubiese muerto, porque ahí estaba ella para hacer de madre y hacerla sentir arroz con leche y dulce y feliz.
Y, de alguna manera, fue verdad que la abuela la cuidaba y la quería aunque, secretamente, Mara no le hubiese dicho nunca nada sobre los sueños recurrentes en los que la niña se encaraba con la abuela gritando: “¡Tú no eres mi madre!, ¡Tú no eres nadie!”. Nunca se lo dijo. Y, bueno, ése era uno de los secretos peor guardados en su corazón, porque era como un gusano vivo que la iba carcomiendo por dentro. Y sólo faltaba que ahora, Melisa, su mejor amiga, le hubiese aclarado el asunto ése del significado de su nombre.
—Melisa viene de miel —la informó, con un brillo en los ojos que a Mara la llenó de consternación.
—Y Mara de arroz con leche —respondió ella riendo, muy segura de lo que decía: esa información casi grabada en sus genes que le venía desde las palmitas y los caballitos en las rodillas de mamá.
Casi le da un apretón, una caída, como una especie de salto de vértigo desde las corvas al abismo, cuando oyó la voz de su amiga repetir: “¡Mara es amarga, significa amarga, eres amarga, amarga, amarga!” y la vio salir corriendo al patio, con los demás niños, donde de repente, sólo había una luz deslumbrante que se tragaba todo con la verdad de ese significado y su dolor.
Así, que, según la abuela, no se sabía.
En el colegio estaban trabajando con ordenadores en clase. La maestra, que por cierto se llamaba Trilce (como si ser dulce pudiera ser tan poco, que ella era tres veces dulce), les estaba enseñando a consultar en internet algunas cosas en páginas educativas. Mara se juró que al día siguiente buscaría el significado de su nombre. En el colegio, claro. Porque en casa la abuela no le habría permitido invadirle el espacio de “su” ordenador, pues estaba yendo a clases de alfabetización informática en la Casa de Cultura del pueblo, donde le habían enseñado a escribir correos electrónicos, a colgar fotos de las macetas del patio en su muro de Facebook, y a entrar en páginas de encuentros, donde se carteaba con abuelos y abuelas del mundo entero. La abuela estaba siempre “colgada de la red”, como ella misma les decía a sus amigas, las otras viejas que iban con ella a clase. Por eso Mara no podía usar el ordenador en casa ni dejar de pensar que, si su mamá viviera, ella le permitiría buscar lo de su nombre y cualquier otra información. O mejor todavía: mamá misma le aclararía que Mara significaba “feliz” o “simpática” o “maravillosa” o cualquier otra alegría.
Al día siguiente, Mara estaba en el patio del colegio tan llorosa y con el cabello tan revuelto, que Trilce se acercó a ella con la mejor de sus sonrisas.
Mara le explicó entre sollozos la grave cuestión del significado de su nombre.
Ciertamente, la niña esperaba compasión y comprensión. Que Trilce supiera que Mara era dulzor. Que se lo aclarase para siempre. Pero la evanescente bondad de la profesora se estrelló contra el muro del patio y rebotó contra el flequillo indefenso de la niña.
Sonrió, eso sí. Y también le acarició levemente el espacio aéreo entre su pelo y su frente. Y hasta le puso una mano en el hombro. Y Melisa ya estaba delante, riendo a carcajadas y comiendo chicle, haciendo un globo tremendo, que explotó contra sus mofletes entre los gritos de todos. Y Trilce dijo:
—Ocurre, Marita, que hay padres y madres hijosdeputa que ponen de nombre a sus hijos cualquier cosa horrible y luego los engañan. Pero no te lo tomes a mal. Seguro que tu madre no lo sabía. Le habrían dicho que Mara significa potranca, como en inglés. ¿No te acuerdas que el otro día leímos un cuento de una yegua en clase de inglés? —y ya iban entrando en el aula, y los ordenadores estaban encendidos para el trabajo de esa clase; y en el corcho estaba la cabeza y la crin salvaje de la yegua del cuento y, debajo, un letrero enorme, en letras rojas, donde se leía “Mare”.
Y ahí se le hundió todo. Porque ella había pensado que mare era dulce, como Mara, pero en inglés. Luego pensó que debía de significar madre. Ya que la yegua tenía un potrillo. Y cuando sus lágrimas iban llegándole a mojar el cuello de la camiseta, ya todos los niños de la clase estaban sentados y coreaban bajito: “¡Mara es amarga, Mara es amarga!”. El mundo entero, las sillas, la mesas, los ordenadores, el techo, las paredes, las ventanas, los árboles de afuera y hasta la yegua, se le deshizo delante de los ojos y desapareció.
Llamaron a la abuela, quien fue a buscarla a toda prisa. Ya se iban para casa, Mara frágil y triste, sus trencitas casi quietas al andar, como si estuvieran sujetas con alambres. La abuela la besó en la frente, la abrazó, le puso el anorak y salieron de la mano.
—¿Cómo te encuentras, cariño?
—Abuela: por favor, esta tarde llévame a la peluquería a que me corten las trenzas.
Y no aclaró lo que en el fondo quería sentir: que al cortarle el pelo, con él se iría esa amargura que su madre le había dejado grabada en su nombre para siempre y que, de repente, le había abierto otra pregunta que, sin saber por qué, tenía que ver con la inexplicable y eterna ausencia de su papá.
—Significa “amarga”. Me lo ha dicho mi madre —le explicó nada amablemente su mejor amiga.
—¿Y tu madre qué sabe?
—Lo sabe. Lo ha estudiado.
Cuando llegó a casa, Mara quiso saber la verdad.
—Pues… no sé, Marita —farfulló la abuela mientras le preparaba la merienda; y le atusó el flequillo suspirado, como si su ser amarga se fuese a borrar de ese preciso lugar encima de la frente o como si el hecho de que se le borrase de allí pudiera significar que, en realidad, ella, en su sustancia y en su ser, no tenía más que dulzura.
Su mamá le había repetido, desde que ella podía recordar, que era dulce como la miel, dulce como el arroz con leche, dulce como el caramelo, como las puntitas de los estambres del pan y quesillo o de la madreselva del jardín, dulce como la melaza, que tanto le gustaba sobre su tostada de mantequilla para desayunar.
Mara solía ir peinada con unas trencitas bien ordenadas que no daban lugar a dudas: su mamá parecía plancharla por las mañanas antes de llevarla a la guardería; y ese ir así, pulida, retocada, primorosa, había sido siempre su mayor orgullo y su consuelo. La dulzura, que tanto le recalcaba su mamá, quedaba trenzada entre sus trenzas, adornada con lacitos de colores, salpicándole la cara como el agua de verano, jugando con sus ojos y su boca.
Y, de repente, era amarga.
El consuelo del flequillo despeinado por la abuela no podía consolarla. Al fin y al cabo, la abuela no sabía lo dulce que era ella, lo sabrosa y genuinamente deliciosa que podía sentirse cuando su mamá la cuidaba.
Dos años antes, mamá se había muerto.
No fue una de esas muertes que angustian a todos porque son largas o dolorosas o desesperantes como en una pesadilla, no. Mamá tuvo la ocurrencia de morirse dormida por la mañana, mientras ella estaba en clase. Por lo visto, le explicó la abuela, mamá se sintió mal, se acostó en el sofá a descansar un ratito, y se murió. Y Mara tuvo la suerte de encontrar a la abuela ya ocupándose de todo cuando ella llegó a casa. Más bien, no “llegó”, sino la fue a buscar al colegio la propia abuela, para cuidarla y acariciarla y hacerle pensar que no importaba nada que mamá se hubiese muerto, porque ahí estaba ella para hacer de madre y hacerla sentir arroz con leche y dulce y feliz.
Y, de alguna manera, fue verdad que la abuela la cuidaba y la quería aunque, secretamente, Mara no le hubiese dicho nunca nada sobre los sueños recurrentes en los que la niña se encaraba con la abuela gritando: “¡Tú no eres mi madre!, ¡Tú no eres nadie!”. Nunca se lo dijo. Y, bueno, ése era uno de los secretos peor guardados en su corazón, porque era como un gusano vivo que la iba carcomiendo por dentro. Y sólo faltaba que ahora, Melisa, su mejor amiga, le hubiese aclarado el asunto ése del significado de su nombre.
—Melisa viene de miel —la informó, con un brillo en los ojos que a Mara la llenó de consternación.
—Y Mara de arroz con leche —respondió ella riendo, muy segura de lo que decía: esa información casi grabada en sus genes que le venía desde las palmitas y los caballitos en las rodillas de mamá.
Casi le da un apretón, una caída, como una especie de salto de vértigo desde las corvas al abismo, cuando oyó la voz de su amiga repetir: “¡Mara es amarga, significa amarga, eres amarga, amarga, amarga!” y la vio salir corriendo al patio, con los demás niños, donde de repente, sólo había una luz deslumbrante que se tragaba todo con la verdad de ese significado y su dolor.
Así, que, según la abuela, no se sabía.
En el colegio estaban trabajando con ordenadores en clase. La maestra, que por cierto se llamaba Trilce (como si ser dulce pudiera ser tan poco, que ella era tres veces dulce), les estaba enseñando a consultar en internet algunas cosas en páginas educativas. Mara se juró que al día siguiente buscaría el significado de su nombre. En el colegio, claro. Porque en casa la abuela no le habría permitido invadirle el espacio de “su” ordenador, pues estaba yendo a clases de alfabetización informática en la Casa de Cultura del pueblo, donde le habían enseñado a escribir correos electrónicos, a colgar fotos de las macetas del patio en su muro de Facebook, y a entrar en páginas de encuentros, donde se carteaba con abuelos y abuelas del mundo entero. La abuela estaba siempre “colgada de la red”, como ella misma les decía a sus amigas, las otras viejas que iban con ella a clase. Por eso Mara no podía usar el ordenador en casa ni dejar de pensar que, si su mamá viviera, ella le permitiría buscar lo de su nombre y cualquier otra información. O mejor todavía: mamá misma le aclararía que Mara significaba “feliz” o “simpática” o “maravillosa” o cualquier otra alegría.
Al día siguiente, Mara estaba en el patio del colegio tan llorosa y con el cabello tan revuelto, que Trilce se acercó a ella con la mejor de sus sonrisas.
Mara le explicó entre sollozos la grave cuestión del significado de su nombre.
Ciertamente, la niña esperaba compasión y comprensión. Que Trilce supiera que Mara era dulzor. Que se lo aclarase para siempre. Pero la evanescente bondad de la profesora se estrelló contra el muro del patio y rebotó contra el flequillo indefenso de la niña.
Sonrió, eso sí. Y también le acarició levemente el espacio aéreo entre su pelo y su frente. Y hasta le puso una mano en el hombro. Y Melisa ya estaba delante, riendo a carcajadas y comiendo chicle, haciendo un globo tremendo, que explotó contra sus mofletes entre los gritos de todos. Y Trilce dijo:
—Ocurre, Marita, que hay padres y madres hijosdeputa que ponen de nombre a sus hijos cualquier cosa horrible y luego los engañan. Pero no te lo tomes a mal. Seguro que tu madre no lo sabía. Le habrían dicho que Mara significa potranca, como en inglés. ¿No te acuerdas que el otro día leímos un cuento de una yegua en clase de inglés? —y ya iban entrando en el aula, y los ordenadores estaban encendidos para el trabajo de esa clase; y en el corcho estaba la cabeza y la crin salvaje de la yegua del cuento y, debajo, un letrero enorme, en letras rojas, donde se leía “Mare”.
Y ahí se le hundió todo. Porque ella había pensado que mare era dulce, como Mara, pero en inglés. Luego pensó que debía de significar madre. Ya que la yegua tenía un potrillo. Y cuando sus lágrimas iban llegándole a mojar el cuello de la camiseta, ya todos los niños de la clase estaban sentados y coreaban bajito: “¡Mara es amarga, Mara es amarga!”. El mundo entero, las sillas, la mesas, los ordenadores, el techo, las paredes, las ventanas, los árboles de afuera y hasta la yegua, se le deshizo delante de los ojos y desapareció.
Llamaron a la abuela, quien fue a buscarla a toda prisa. Ya se iban para casa, Mara frágil y triste, sus trencitas casi quietas al andar, como si estuvieran sujetas con alambres. La abuela la besó en la frente, la abrazó, le puso el anorak y salieron de la mano.
—¿Cómo te encuentras, cariño?
—Abuela: por favor, esta tarde llévame a la peluquería a que me corten las trenzas.
Y no aclaró lo que en el fondo quería sentir: que al cortarle el pelo, con él se iría esa amargura que su madre le había dejado grabada en su nombre para siempre y que, de repente, le había abierto otra pregunta que, sin saber por qué, tenía que ver con la inexplicable y eterna ausencia de su papá.