Salvando a Irma
Cuando Irma iba a casarse, mamá opinó que no era buena idea.
Según ella, Pablo era un piernas y no le daría más que disgustos.
Los “piernas”, según mamá, eran gente “buena para nada”. Y esa definición tuvo
el desacierto de ser exacta. En realidad, peor que exacta. Porque al cabo de
tres años, Irma iba, la pobre, de una casa a otra de sus familiares pidiendo
auxilio y protección contra los malos tratos de Pablo, que no se reducían a
meras palabras y desprecios. Pero esos mismos familiares que celebraron su boda
con bailes, ahora le daban la espalda con respuestas como que nadie puede
entrar en la vida de otras personas y tal y cual. Al fin, Irma llamó un abogado
al que, por cierto, no podía pagar y, como mamá decidió hacerse cargo de su
minuta, fue él quien, horrorizado, llamó a mamá para explicarle lo de Pablo. El
marido, le informó, no colaborará; dice que Irma no se quiere divorciar, que
está tan nerviosa que va a tener un accidente y se va a matar; y…, si ella
muere y él se ha divorciado, ¿cómo va él a heredar? Y sólo entonces supimos
que, además de casarse y entregarle su vida, su cuerpo, sus ojos, sus manos y su
alma, Irma le había dicho a Pablo que era la heredera universal de la fortuna
de la abuela.